La revuelta magisterial: ocho meses
Luis Hernández
Navarro
Una profunda y
persistente revuelta social desde abajo sacude a México. Son ya ocho meses de
movilizaciones magisteriales ininterrumpidas. Desde que el pasado 25 de febrero
los profesores de Guerrero se fueron al paro indefinido en rechazo a la reforma
educativa, las protestas de docentes en casi todo el país no cesan.
No hay precedente
histórico de una movilización gremial de esta magnitud. Los maestros parecen no
fatigarse. Suspensión de labores, ocupación de edificios públicos, bloqueo de
vialidades, campamentos en plazas públicas, marchas, eventos culturales,
conferencias, mesas de negociación con autoridades se suceden unas a otras a lo
largo de la geografía nacional.
En el horizonte
cercano no se vislumbra el fin de estas acciones de desobediencia civil. El
movimiento conserva su aliento inicial y su potencia. Apenas la semana pasada,
los maestros de Zacatecas y Michoacán pararon labores indefinidamente, para
sumar fuerzas con los de Chiapas. Veracruz es un hervidero. Los mentores de
Quintana Roo, Yucatán y Campeche formaron una instancia de coordinación
regional, celebraron un festival maya alterno al oficial y no paran de bloquear
carreteras.
Este lunes, decenas
de miles de maestros se ampararon contra las leyes secundarias en materia
educativa. Muchos más lo harán en los próximos días. Aunque desconfían
profundamente de la imparcialidad e independencia del sistema judicial, los
profesores van a recorrer ese terreno de lucha.
El movimiento ha
enfrentado en su contra una cruzada moral propia de la guerra fría. Falseando
la verdad, se le asocia con organizaciones armadas. Se le presenta como un
grupo violento que defiende privilegios ilegítimos y no derechos. Se ha acosado
judicialmente a algunos de sus dirigentes, levantado actas administrativas y descontado
salarios de maestros de base. Grupos de provocadores y policías han golpeado y
encarcelado a quienes se inconforman. A pesar de ello, las protestan continúan.
Una insumisión
colectiva de esta magnitud y perseverancia sólo puede responder a motivaciones
muy profundas. Suponer que es resultado de pequeños grupos radicalizados o de
excesivas concesiones gubernamentales al negociar con la Coordinadora Nacional
de Trabajadores de la Educación (CNTE) es un absurdo. De ser correcto, hace ya
tiempo que el descontento docente se habría esfumado o reducido a núcleos
localizados de activistas.
¿De dónde viene este
hondo malestar ante la reforma educativa? De entrada, la legislación de la
discordia se basó en supuestos sobre los maestros y su trabajo que no corresponden
a la realidad. Como la muestra Arturo Cano en 2010 , la Secretaría de Educación
Pública encargó una larga y detallada encuesta para conocer a los maestros
mexicanos. El documento se llamó Disposición de los docentes al desarrollo
profesional y actitudes hacia la reforma educativa y ofrece un retrato de los
profesores que hoy se oponen a la reforma peñista.
Las conclusiones de
ese sondeo desmienten la idea de que el corazón del problema educativo en el
país es que la mayor parte de los maestros obtuvieron sus plazas por herencia o
por intervención del sindicato. El estudio, efectuado por Ipsos Public Affairs,
indica que fueron más los trabajadores de la educación que obtuvieron sus
plazas por intermediación de la propia SEP o de la autoridad educativa.
Equivocado el
diagnóstico, se erró en el tratamiento. La reforma peñista provocó una
afectación profunda del mundo docente, en, cuando menos, cuatro hechos
centrales y dos coyunturales. Entre los primeros se encuentra la transformación
del magisterio de una profesión de Estado a otra libre; la
desprofesionalización de la enseñanza básica; el fin de la bilateralidad en la
negociación de condiciones laborales y profesionales, y la transferencia de una
parte de los costos de la educación pública a los padres de familia. Entre los
segundos, la denigrante campaña de odio contra los docentes y la práctica
decapitación de su sindicato.
El Estado rompió,
unilateralmente, el pacto que desde hace décadas tenía con los maestros. La
reforma cambia sustancialmente la naturaleza del trabajo docente. Traslada a
los maestros, de la noche a la mañana, al reino de la inseguridad laboral
permanente. Prácticamente anula la permanencia en el empleo. El magisterio
dejará de ser una profesión de Estado para convertirse en una profesión
formalmente libre, cuyo desempeño estará sujeto al arbitrio de la autoridad,
amenazada constantemente con el despido. De paso, declaró la práctica extinción
del normalismo.
La reforma
desprofesionaliza al magisterio. Manda un peligroso mensaje: la educación es
demasiado importante para dejarla en manos de los maestros; los profesores no
son de fiar, para que hagan bien su trabajo hay que vigilarlos en forma
permanente. Desvirtúa la imagen del ser maestro y menoscaba su autoridad.
La reforma cancela
las posibilidades de defensa colectiva de los intereses gremiales y
profesionales. Termina con la bilateralidad en la negociación de las
condiciones laborales. Condena al Sindicato Nacional de Trabajadores de la
Educación (SNTE) a ser un mero gestor de servicios para los maestros, tales
como seguros de vida. El mismo Juan Díaz de la Torre, presidente del sindicato
absolutamente subordinado al gobierno, reconoció que el desafío con el arranque
de la reforma educativa es que el SNTE no se destruya, que no muera.
La reforma oficializa
el traslado de una parte de los costos del mantenimiento de las escuelas a los
padres de familia. Pone en entredicho el principio de gratuidad de la educación
pública.
Como lo muestra el
estudio citado, en 2010 los maestros mexicanos valoraban bien las reformas y
medidas encaminadas a proporcionarles mayores oportunidades de formación y
actualización. Si ahora se oponen frontalmente a la reforma peñista es porque
se les impuso sin consultarlos y contra ellos. Ocho meses de protestas son, por
lo pronto, el costo inicial de esta decisión. Y es apenas el principio, no el
final.
Twitter: @lhan55