(Escritores por la Educación A. C.)
En los albores de esta vertiginosa y tecnológica década, y cursando los últimos semestres de preparatoria, llevé una maravillosa materia llamada filosofía. Lo que me llena de interés y atracción en estos momentos es tratar de responder a la pregunta: ¿qué tenía de extraordinario dicha materia para un estudiante de 17 años cuya atención se encontraba inmersa en otros menesteres?
Es razón de muchos decir que un papel protagónico debió haber sido desarrollado por el catedrático de la materia, por ello expreso que el maestro Delfino Hernández Blanco fue uno de los culpables de mi encanto hacia la filosofía. La pregunta inicialmente obvia para un estudiante de hace 9 años, era “¿por qué debo estudiar algo tan ajeno al área de exactas?, pues alguien con una visión sobre la ingeniería no necesita conocer lo que dijeron o hicieron tantos viejitos del pasado”.
Actualmente considero una blasfemia el haber expresar dicho vocablo con desestimo; no obstante, me atrevo a decir que era inauguralmente la sentencia de muchos, cuya contemplación final fue cambiada con el desarrollo de la materia. Análisis, reflexión, visión, participación, concientización, sensibilización al entorno; son algunos de los tantos beneficios fundados por una “simple materia curricular”, que en mí, cambió el paradigma que concebía del mundo.
Llamar a un amigo por Anito, Melito o Litón, se consideraba una grave falta de respeto, pues aquellos hombres de lengua vituperante habían incitado la muerte del maestro Sócrates. El tiempo extraescolar se consumía tratando de definir el “apeiron” de Anaximandro; pretendiendo comprender el significado del fuego que proyectaba las sombras sobre la caverna de Platón, intentando vislumbrar el alma, las virtudes y el fin del hombre; intuyendo la lógica, la ciencia, los silogismos y el objeto de la metafísica de Aristóteles; y definiendo particularmente cuál era el origen de todas las cosas, como todo un orgulloso e improvisado filósofo presocrático. Eran en su generalidad, formas cotidianas de pasar un rato agradable, a demás del creciente uso del Internet, la enajenación con los videojuegos de consola, las amenizadas salidas con los amigos y las reuniones familiares.
Aún conservo nuestro libro, Historia de las Doctrinas Filosóficas de Raúl Gutiérrez Sáenz (Editorial Esfinge, México, 1999), ubicado en mi librero, entre La Revolución del Aprendizaje (Dryden, G & Vos, J. México, 2002) e Ingeniería del Software (Pressman, R. España, 2002). Desde Tales de Mileto hasta Bertrand Russell, cada hoja subrayada con esmero en color amarillo fluorescente expresa más que una simple materia de preparatoria, expresa un tinte sublime que impregnó a generaciones, contribuyendo a ser más analíticos, reflexivos y críticos… un axiomático dolor de cabeza para aquel que quisiera cegarnos, engañarnos, convencernos o dominarnos con sus palabras, actos y congruencias divergentes al deseo de mejorar al mundo, ¿es por ello que ahora quedará solo en el recuerdo de quienes la cursamos?
Posiblemente sea necesaria la mediación de un mayor número de “Delfinos” en las aulas, además de una mayor conciencia oficial y social sobre la necesidad de un auténtico espacio de reflexión, como el que podría brindar en secundaria la materia de Cultura de la Legalidad. Más de uno recordará el haber llevado a la práctica los conocimientos adquiridos de las declinaciones grecolatinas vistas en taller de lectura y redacción de tercer semestre, y más de uno secundará el haber intentando escribir su libreta en griego al estudiar a Sócrates, Platón y Aristóteles.
Bellos recuerdos que permisiblemente no evocarán las nuevas generaciones de estudiantes. Como lo he expuesto con insistencia en mis artículos anteriores, tenemos la obligación de enseñar a nuestras descendencias sociales “un camino que les consienta el ser reflexivos y sensibles de su entorno, que los lleve a un nivel superior de conciencia que les permita amar, ser justos y felices”, a pesar de que los espacios para ello se hagan cada vez más escasos, pero con la fortuna de poder enseñar en lugar y tiempo cualquiera.