La
Juventud y sus rumbos
José
Antonio Marina*
Hace
unos años realicé con mis alumnos una revisión de las noticias que sobre la
juventud publicaban los principales periódicos europeos y americanos. Casi
todas ellas se referían a sucesos dramáticos y antisociales. No debemos
dejarnos engañar por esta imagen sesgada, que puede acabar convirtiéndose en
una profecía que se cumple por el hecho de enunciarla. La tipología de la
juventud es muy variada. Es cierto que ha aumentado la conflictividad juvenil,
la delincuencia adolescente, los comportamientos de riesgo, las conductas
agresivas hacia los padres, la indisciplina en las aulas, y que de vez en
cuando todos nos sentimos horrorizados ante hechos terribles como asesinatos o
violaciones cometidos por gente muy joven. Cuando esto sucede, nos volvemos
llenos de indignación hacia el gobierno o hacia la escuela pidiendo medidas
penales o medidas educativas, y se oye, como un triste clamor, una pregunta:
¿Pero qué está pasando? Lo malo es que cuando el impacto emocional remite, el
problema se nos olvida, queda adormilado hasta que otra noticia lo despierta.
Me
gustaría invitarles a una reflexión serena y prolongada. Y a la acción.
Empezaré acotando el problema. La juventud no es una categoría temporal, no es
un período que abarque de tal año a tal año. Tampoco es un concepto jurídico,
pues el Derecho sólo admite la distinción entre menor y mayor de edad. Es un
concepto cultural. Cada cultura mantiene unas creencias acerca de la juventud,
que hacen que los jóvenes se comporten de una manera u otra. Es importante
recordar esto, porque nos implica a todos, en diferentes grados por supuesto,
en este asunto. Basta pensar que en general la juventud está financiada por los
adultos. En España, lo primero que llama la atención es la amplitud que ha
adquirido el concepto. Se aplica a la franja de edad que va desde los 15 a los
30 años. Cada vez se retrasa más la independencia de los jóvenes, que en gran
parte se han instalado en una "impotencia confortable". Las
dificultades laborales son muy grandes, pero esa situación se sobrelleva
mediante un gozoso aplazamiento de las responsabilidades, y un modo de vida en
cierto modo adolescente.
Hablo
de impotencia «confortable» porque, según las encuestas realizadas por el
INJUVE, los jóvenes españoles -a pesar de la enorme tasa de paro- están
contentos. Entre el 81 y el 89 % se sienten muy o bastante felices. En una
escala de 1 a 10, se sitúan con 7´9 puntos, ocupando el primer lugar Dinamarca
con 8´2. Lo que les hace felices son las relaciones con sus familias, amigos y
parejas. Sin embargo, la idea que tienen de sí mismos no es muy halagüeña.
Según las encuestas se reconocen consumistas, egoístas, irresponsables,
interesados sólo en el presente, y con poco sentido del deber y del sacrificio.
Valoran mucho la libertad, a la que confunden con la espontaneidad. Se creen
libres, pero están atados a la familia, al grupo de amigos, a la moda, al
móvil, a la obligación de divertirse. Sienten pavor ante la soledad, el
aburrimiento y el silencio.
Javier
Elzo señala que rechazan todo principio ético que se pretenda absoluto,
sostienen un relativismo radical, son más tolerantes que solidarios, y
propugnan con mayor énfasis las «virtudes públicas» que las «virtudes
privadas», es decir, son menos permisivos con las «aventuras fuera del
matrimonio» que con el aborto, el suicidio, la eutanasia o el divorcio. Su
compromiso incluso con los valores que dicen defender, es muy laxo. Por último,
tienen muy poca tolerancia a la frustración, lo que produce tres derivaciones:
depresión, violencia, y retirada a posiciones hedonistas no muy ambiciosas. Es
mejor no aspirar a mucho y «pillar» lo que se pueda.
La
«adolescencia» se solapa parcialmente con el vago periodo de la juventud. Se
extiende desde los 12 a los 18 años. Está haciendo desaparecer la infancia, y
contagiando sus modos de comportamiento a la juventud más adulta, que sufre el
síndrome de Peter Pan. Por eso me parece que repensar la adolescencia es un
tema social urgente. Es un período inventado por razones educativas. En siglos
pasados, la niñez se terminaba muy pronto con la incorporación de los niños al
trabajo. Esto resultaba injusto, porque impedía que estos niños recibiesen la
educación educada. Por eso se ha creado una edad protegida, con una finalidad
estrictamente educativa: la adolescencia.
Sin
embargo, en este momento parece que la estamos dando un prematuro estatuto de
autonomía completa, desligándola de su finalidad pedagógica, no nos atrevemos a
educar, primamos los derechos sin exigir los deberes, y estamos dejando a los
adolescentes vivir en un vacío sin referencias. Era justo liberarles de
precoces responsabilidades laborales, pero es un disparate evitarles toda
responsabilidad.
Esto
ha sido cosa de los adultos. Somos nosotros quienes los hemos convertido en un
mercado apetecible. Los modelos de adolescentes que aparecen en las series de
TV, no son copia de la realidad. Están induciendo la realidad. Somos por lo
tanto los adultos quienes debemos reconducir la situación. Estamos educando mal
a nuestros adolescentes.
Les
estamos contagiando nuestro escepticismo ético, no sabemos como recuperar la
autoridad, mantenemos respecto de ellos una incoherencia legal abrumadora,
estamos intoxicándoles de consumo, no estamos dándoles una educación moral
adecuada. Hay una generación de padres bienintencionados y confusos que han
pasado de tener miedo a sus padres a tener miedo a sus hijos.
Los
problemas culturales tienen muchas causas, y por ello producen un cierto
sentimiento de impotencia. ¡Yo no puedo hacer nada! En efecto, cada uno de
nosotros no puede hacer nada, hace falta una movilización colectiva. Por eso
repito muchas veces que para educar a un niño hace falta la tribu entera. Pero
con los primeros que tenemos que contar es con los propios adolescentes. Una
parte de nuestros jóvenes es espléndida, generosa y está estupendamente
formada. Mi experiencia como profesor me dice que muchos de ellos responden con
entusiasmo cuando se les presentan modelos de vida nobles y exigentes. No tengo
esa visión deprimente que se ha generalizado. Tienen la misma necesidad de
grandeza que tenemos todos, porque no somos tan miserables como creemos. Y tenemos
que contar con esa adolescencia estupenda y animosa, aplaudirles, dar a conocer
sus logros. Son nuestros grandes aliados, los protagonistas del cambio. Y
estamos despilfarrando su talento. También, por supuesto, hemos de contar con
el sistema educativo, con los padres y con la legislación. Les animo por ello a
un gran debate sobre la adolescencia, y les invito también a que conozcan lo
que estamos haciendo en la Universidad de Padres que he fundado
(www.universidaddepadres.es). Una sociedad avanzada tiene muchos recursos
educativos. Lo que no podemos hacer es continuar refugiándonos en una inercia
pesimista y confortable, para salir a la calle sólo cuando nos conmueve un
crimen. Hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores. Educar exige una larga
y valiente paciencia. Y es cosa de todos.
*José
Antonio Marina es filósofo. Nacido en 1939, nieto del filósofo toledano Juan
Marina Muñoz, es catedrático en excedencia del instituto de La Cabrera y Doctor
Honoris Causa de la Universidad Politécnica de Valencia. Discípulo de Husserl,
es el autor de la Teoría de la Inteligencia Creadora, que comienza en la
neurología y acaba (como no podía ser de otra manera) en la Ética. Y ha fundado
una Escuela para padres, una “movilización educativa”