La ventana
Luis Gerardo Martínez García
Su padre, el general más cercano a Antonio López de Santa Anna, le construyó a la familia una casa de grandes muros de piedra en la parte más alta de la capital, lejos de los arenales desde donde se podía admirar la catedral y el palacio de gobierno.
Luis Gerardo Martínez García
Su padre, el general más cercano a Antonio López de Santa Anna, le construyó a la familia una casa de grandes muros de piedra en la parte más alta de la capital, lejos de los arenales desde donde se podía admirar la catedral y el palacio de gobierno.
Gertrudis, a sus cinco años de edad, siendo la mayor de los cuatro hijos, veía con asombro la arquitectura colonial de su casa; un enorme portón de madera daba la bienvenida a los muy pocos amigos que visitaban a su señora madre; al centro había una fuente rodeada de un hermoso jardín lleno de rosales, anturios y árboles frutales que le daban un olor a tierra viva por las mañanas y a melancolía por las tardes.
Una cocina enorme adornaba el final del alto pasillo con fuertes portales. A un costado estaba el cuarto de armas de don Joaquín, el general, a donde sólo él podía entrar; Gertrudis lo conocía a través de la cerradura de la puerta; su madre, doña Lupita no les permitía ni siquiera asomarse. Pero lo que ésta vivió con mayor intensidad fue la ventana que el general había mandado construir únicamente a su recámara, y que daba hacia la calle principal, empedrada, delineada por verdosos encinos y jacarandas.
Desde ahí se veía la “Plazoleta del carbón” a donde llegaban los habitantes de poblados como Banderilla, Tlacolulan, San Miguel, Acajete, La Joya y Las Vigas a vender sus productos: en enormes caballos y burros traían bultos de carbón que vendían en cada esquina de la calle; al centro, podía mirarse a las marchantas ofrecer sus coloridos rollos de flores (cartuchos, crisantemos y rosas); en la parte posterior, las humildes mujeres, sentadas en sus rebozos, vendían ciruelas, capulines, aguacates, manzanas y tejocotes. Casi todos los días lunes, desde su ventana, Gertrudis podía admirar el ir y venir de la gente que parecían encontrarse en una improvisada fiesta.
También alcazaba a ver el callejón “El infiernillo”, el del “Diamante” y hasta el de “Jesús te ampare”. Se lograban contar de 10 a 20 grandes casonas con techos de teja roja; como uniformadas, tomaban el sol por las mañanas y se refrescaban bajo un rico aguacero al atardecer.
Aunque lo que le fue más significativo a Gertrudis de su ventana no fue el singular ruido de las carretas, ni los gritos de los niños jugueteando en la calle, ni ver a las marchantas vendiendo yerbas de olor, ni el grito del centinela por las noches: “Las doce y sereno”, ni la melodía del cilindrero durante el mediodía. No, a ella se le grabaron en el pensamiento para toda su vida las palabras de su padre: --Hija, dijo con voz estruendosa pero a la vez tierna, desde aquí podrás ver las diferentes formas de la vida. Gertrudis levantó la mirada hasta alcanzar la de su padre, intentando no perder detalle de cada palabra. –Desde aquí, continuó el general, con sólo subirte a un ladrillo podrás aprender a valorar a los demás, porque podrás verlos a todos: ricos y pobres, católicos y gobernantes, bandidos y honrados, maestros y aprendices... Y así fue.
Hoy, a más de cien años, aquella casa permanece casi igual, sólo que a un lado, junto a la pared donde estaba la ventana acaban de construir un edificio bancario. Todo aquello ya jamás se podrá ver, ni pensar, ni soñar... la ventana se ha cerrado.