miércoles, 24 de julio de 2013

Mochila robada

Luis Gerardo Martínez García


A hombros llevaba la mochila; esa que fue regalo del padre. En ella guardaba cachivaches, todo importante. En ella resguardaba sus secretos, sus recuerdos, sus ilusiones, su privacidad. Viajando al extranjero le fue robada sin saber dónde ni quién. Todo se tornó distinto.

A ella le era especial. Tan grande que no era ocupada diariamente, sólo era para ir a la montaña [escalando peñascos, esquivando derrumbes; caminando sin tropiezos y sin escalas; cubriéndole el frío]. Tan pequeña para todo lo que tenía que echarle; siempre quedaba algo pendiente. No cabía todo, lo indispensable siempre cabía.

Sobre su espalda iba la mochila (con su nombre en una placa metálica que compró el fin de año en un mercado de la ciudad). Ella la seguía al mismo ritmo de sus pasos. Casi inseparables, ambas en los viajes largos, juntas.

Desde hace meses la mochila no conocía espacios vacíos, malos olores o desaires; en climas adversos se hacían acompañar, en la juventud de una y en la resistencia de la otra.  Desde hace tiempo éste les era propio, impropio ocasionalmente incomodaba. Lo construían a su modo en la convivencia con otros, extraños algunos que rondaban el espacio público donde transitaban todos (hablando todos, escuchándole ninguno), incluidas ellas.

Nunca está en el rincón de la casa, siempre aguarda a un costado; nunca aparece en público sola, siempre están juntas; nunca está vacía en la austeridad, siempre la acompañan libros y revistas. Del penúltimo viaje esconde conchas de caracol para la buena fortuna. Del primer recorrido guarda collares coloridos queridos, pintados a mano, comprados y nunca usados. Su color negro la hace verse cauta, sombría, soberbia. Pero no, ella la ve diferente cada día: cómplice, fuerte, discreta. Estos meses que llevan juntas son inseparables compartiendo el ir y venir de su caminar entre calles desapercibidas, andadas.

Emprenden el viaje. Aspiran llegar a un país extraño. Suspira por encontrarse allá con su fe, con su representante máximo. Al hacer escala en el aeropuerto de un país anterior se da una extraña separación entre ella y su mochila. Se pierden. Se desubican.

La reporta como robada. Sin mochila regresa. Llega. La reciben sus padres. La autoridad le da una que no es la suya. La confunden. La señalan. La encarcelan. La procesan. La defienden. La liberan. La reciben. La felicitan. La critican. La felicitan.

¿Y la mochila?, la suya. Está allá donde nadie sabe; lejos, donde ya nadie busca; allá ya no es de nadie ni lleva nada. Ni existe. Ya robada fue motivo para dar un giro de vida, lleno de perversidad, engaño y trampa. Mochila robada que dejó ver, desde donde no está, la podredumbre que corroe el sistema político y enferma los principios de la sociedad; que le permitió a ella aferrarse a sus creencias, a su religión y a sus fetiches; a los otros les permitió recordar la corrupción,  la adicción, la infiltración que vive la justicia, con ello convirtiéndose en injusta.

La mochila robada no sólo le guardó la privacidad de sus palabras, de su pensamiento, de sus objetos; no sólo le respetó su integridad y sus decisiones; no sólo fue con ella, sino que no regresó. No sólo le guardó todo, le enseñó lo que no se aprende lo que no aprende ni en la escuela, ni en la familia, ni en la religión; le mostró una diminuta parte de esa realidad existente pero negada; le permitió vivir lo indeseable. Así, robada, no le complicó, le enriqueció el valor de existir y la razón de ser. A otros les permitió aprovechar la ocasión, preparar la foto, sonreír, lucrar...

Si, le robaron la mochila, no así su confianza, su confianza ni sus amigos. Ambas se hicieron una en tiempo y circunstancias. En lo posible, separadas para siempre.

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