Por Luis Gerardo Martínez
García
Desde las cinco de la
mañana, o antes, llega Pedro a la imprenta
del periódico para recoger los
ejemplares que intentará vender ese día. Casi nadie lo ve, aún
así él está
ahí, esperando su turno. Otros llegaron
antes porque van más lejos. A doña Rocío
le cedió su lugar para que se adelantara, pues
ella le tiene que ganar al tren. Él no usa chamarra, no
le gusta; su camiseta, poco roída le abriga del frío;
sus tenis rotos le cubren del lodo; y el cabello largo le cubre la identidad.
En ese momento recuerda cuando acompañaba de niño
a su padre y a su hermano mayor a la imprenta de ese mismo periódico.
Ambos eras voceadores hasta la muerte de su papá. Él
fue el único que heredó la tradición,
dice que por no haber estudiado y por no tener otras oportunidades; además
de que es feliz por la libertad que respira
Ya recibiendo su
pedido, en la parte trasera de una vieja bicicleta, Pedro acomoda con especial
habilidad una torre de periódicos que, de llover, cubre con un plástico
después de haberlos compaginado uno a uno. Le
pedalea poco más de 25 cuadras hasta llegar al semáforo,
no sin antes haber esquivado carros y camiones que ya circulan a esa hora de la
mañana. El chofer del camión
lo saluda cada mañana, casi siempre recorren la misma
ruta. Cual fantasmas, ambos, no se hacen notar para llegar a tiempo a su
respectivo centro de trabajo. A Pedro lo acompañan su esperanza y su
devoción, sus ganas de sacar el día
lo mejor posible.
Llega a la esquina que
su padre le dejó para trabajar. En el camellón
coloca su bici junto a un árbol casi seco y empieza a desempacar el
cargamento con mucho cuidado. Le da una (h) ojeada a la nota roja para preparar
su letanía. Se persigna. Agarra un paquete de
cinco ejemplares en espera del semáforo en rojo. En ese
momento los autos detienen su andar lo que le permite empezar a caminar,
ofreciendo las palabras y pensamiento de
otros como propios. A todo pulmón grita los
encabezados de esa sección,
que sabe perfectamente llama la atención. La gente compra más
la policiaca, por eso la ofrece: "Dicen que acá no hay inseguridad;
lea y entérese de la verdad. Robos, asaltos y
muertos de ayer los encuentra en estas páginas..." Comenta
a sus compañeros "Eso que digo me trae suerte,
por eso vendo más".
Allá,
diez carros atrás, alguien toca el claxon; un cliente le
hace la seña. Corre intentando ganarle tiempo al
semáforo en verde hasta llegar, da un periódico
y recibe siete monedas que, sin contarlas, aprieta en su puño
para dibujar el signo de la cruz sobre su pecho en señal de fe para que le
vaya bien ese día. Ya casi a las diez de la mañana
se siente un poco más tranquilo por haber vendido ya 10
tantos, aún le faltan 140. El chofer de un trailer
le hace una seña; bajo el brazo con rapidez se acomoda
otros tres ejemplares y corre, como puede sube las escaleras que lo llevan
hasta la puerta y deja un tanto; el trailero le regala el cambio. Baja de un
gran salto para continuar su andar; andar algo largo que lo lleva al mismo
lugar. Ya va por menos.
El sol pega a plomo y
tiene a su alrededor 6 personas más, dos
limpiaparabrisas, dos tragafuegos, un vende chicles, y una señora
con su bebé a espaldas y una receta en mano. Con
todos se lleva bien y sabe donde viven; son sus amigos. Pedro es voceador, ese
es su trabajo. Se encarga de hacer llegar la voz de otros al lector que a veces
está y a veces no. A las seis de la tarde se
sienta a contar el dinero juntado para ver si le salen las cuentas, dice.
Revisa una bolsa de plástico negra que le regaló
una cliente con tres pares de zapatos viejos para su esposa, y una blusa para
su hija de apenas 14 años de edad. Acomoda en su mochila una
gorra que le pasó regalando el partido, una torta que le
llevó una amiga y dos refrescos que le dio el
de la campaña. Sus monedas las acomoda en una bolsa
secreta,dice él, para no dar tentación
a los ladrones que viven cerca de su casa.
Por hoy ha terminado
de vender sus ejemplares. Mañana será otro día,
muy parecido. Y muy parecido a la jornada de muchos que también
son voceadores. Esos, casi desapercibidos, invisibles, reparten las ideas de
escritores y periodistas que llegan al pensamiento de los demás,
no para quedarse sino para interpretarse. Ellos, los voceadores, luchan también
porque los demás lean, porque su familia subsista, y
porque el escritor se conozca. Con una sonrisa se despide de los tragafuegos
quienes aún esperan juntar unas monedas en la
complicidad de la noche.