lunes, 4 de febrero de 2013


El reto de la evaluación docente
MANUEL GIL

 “Si no podemos medir lo que es valioso, afirma Birnbaum, acabaremos por valorar nada más lo que es medible.” Comprender la sabiduría de esta sentencia, y hacernos cargo de lo que implica, será condición para el tránsito entre el enunciado general de la reforma educativa en curso y su puesta en práctica de manera fértil. El eje central de la propuesta de reorganizar el sistema educativo radica en la evaluación, palabra y noción tan reiterada como mal entendida.

La evaluación para ingresar y proseguir en la carrera docente es indispensable, tanto como comprender que el proceso para generar ambientes de aprendizaje fecundos —la labor fundamental de un profesor— es complejo. Requiere saberes, habilidades y destrezas en absoluto triviales. Renovar y fortalecer las condiciones de trabajo profesional del magisterio será un fracaso si se considera su tarea de manera superficial: reducirla a comprobar la información que puedan retener, repetir y reiterar los profesores para lograr muchos aciertos en un examen estandarizado es un buen ejemplo. Contar las respuestas correctas es fácil. Suponer que el mayor puntaje señala quién es mejor maestro es más falso que un billete de tres cincuenta.

Para contribuir al aprendizaje de los alumnos es ineludible dominar los temas que conforman los programas de estudio. Hay que saber, y saber bien lo que es preciso, pero no significa que, por ello y bien medido, se cuente con la capacidad de diseñar y aplicar estrategias inteligentes, diversas y creativas para impulsar el interés de los niños en la apropiación significativa de conocimientos. “Saber enseñar”, como solemos decir, no se puede valorar del mismo modo que estar al día en equis materia por parte de una maestra. Sin generar mecanismos idóneos para sopesar esa serie de capacidades, la evaluación no es complicada. Un lector óptico hace la tarea: contar aciertos y ya. Lo barato sale caro: al dejar fuera, por difícil de llevar a cabo, el análisis de estas cuestiones no sólo valiosas sino cruciales en el oficio, habrá calificaciones, como se acostumbra, pero no la evaluación necesaria.

Mostrar que se cuenta con suficientes herramientas intelectuales y prácticas para elaborar procedimientos y materiales que permitan abrir caminos al aprendizaje en distintas situaciones, tiene que hacerse ante colegas que sepan a fondo del qué y cómo hacer las cosas. No se puede valorar con 120 reactivos. Hay que diseñar espacios de evaluación específicos, en los que se aporten muestras de las labores previas (recursos empleados, reseña de experiencias, videos de clases). Y como la buena docencia necesita también estar inscrita en un proyecto escolar que valga la pena, hay que incluir el parecer de sus colegas, de los líderes académicos con los que ha colaborado y, por supuesto, observar el impacto de sus acciones pedagógicas en el aprendizaje de los estudiantes. ¿Todo eso? Sí, y quizá más elementos debidamente ponderados.

Un concurso de oposición en el que evaluadores calificados reconozcan el nivel pedagógico y didáctico que se va generando con el trabajo, el estudio, la contribución crítica de los compañeros y el aprendizaje, tan necesario, que sólo proviene de los errores y aciertos, no es sencillo de organizar. Es muy difícil. Hacerlo bien cuesta, es cierto, y no sólo dinero sino empeño sostenido. Hay que aprender en el camino, conocer lo que se hace en otros países y adoptar o adaptar buenas prácticas.

En el diseño de la carrera profesional docente la evaluación será piedra angular para su buena marcha. ¿Se medirá lo fácil porque es medible, o se diseñarán estrategias, comisiones de pares, regulaciones razonables para incorporar elementos importantes? Lo dicho: o se construyen instrumentos y modos de valorar lo que importa, o fingiremos que evaluamos cuando contamos palomitas y taches. Nada más, pero nada menos es el reto de una evaluación que contribuya a mejorar la educación, sea justa en la apreciación del esfuerzo y logros (o su ausencia) tomando en cuenta las distintas circunstancias siempre presentes en un qué hacer complejo. Un proceso de valoración que sea reacio a la simplificación ramplona, fruto de la ignorancia, la prisa y el desprecio altanero.

Publicado en El Universal