El reto de
la evaluación docente
MANUEL
GIL
“Si no podemos medir lo que es valioso, afirma
Birnbaum, acabaremos por valorar nada más lo que es medible.” Comprender la
sabiduría de esta sentencia, y hacernos cargo de lo que implica, será condición
para el tránsito entre el enunciado general de la reforma educativa en curso y
su puesta en práctica de manera fértil. El eje central de la propuesta de
reorganizar el sistema educativo radica en la evaluación, palabra y noción tan
reiterada como mal entendida.
La
evaluación para ingresar y proseguir en la carrera docente es indispensable,
tanto como comprender que el proceso para generar ambientes de aprendizaje
fecundos —la labor fundamental de un profesor— es complejo. Requiere saberes,
habilidades y destrezas en absoluto triviales. Renovar y fortalecer las
condiciones de trabajo profesional del magisterio será un fracaso si se
considera su tarea de manera superficial: reducirla a comprobar la información
que puedan retener, repetir y reiterar los profesores para lograr muchos
aciertos en un examen estandarizado es un buen ejemplo. Contar las respuestas
correctas es fácil. Suponer que el mayor puntaje señala quién es mejor maestro
es más falso que un billete de tres cincuenta.
Para
contribuir al aprendizaje de los alumnos es ineludible dominar los temas que
conforman los programas de estudio. Hay que saber, y saber bien lo que es
preciso, pero no significa que, por ello y bien medido, se cuente con la
capacidad de diseñar y aplicar estrategias inteligentes, diversas y creativas
para impulsar el interés de los niños en la apropiación significativa de
conocimientos. “Saber enseñar”, como solemos decir, no se puede valorar del
mismo modo que estar al día en equis materia por parte de una maestra. Sin
generar mecanismos idóneos para sopesar esa serie de capacidades, la evaluación
no es complicada. Un lector óptico hace la tarea: contar aciertos y ya. Lo
barato sale caro: al dejar fuera, por difícil de llevar a cabo, el análisis de
estas cuestiones no sólo valiosas sino cruciales en el oficio, habrá
calificaciones, como se acostumbra, pero no la evaluación necesaria.
Mostrar
que se cuenta con suficientes herramientas intelectuales y prácticas para
elaborar procedimientos y materiales que permitan abrir caminos al aprendizaje
en distintas situaciones, tiene que hacerse ante colegas que sepan a fondo del
qué y cómo hacer las cosas. No se puede valorar con 120 reactivos. Hay que
diseñar espacios de evaluación específicos, en los que se aporten muestras de
las labores previas (recursos empleados, reseña de experiencias, videos de
clases). Y como la buena docencia necesita también estar inscrita en un
proyecto escolar que valga la pena, hay que incluir el parecer de sus colegas,
de los líderes académicos con los que ha colaborado y, por supuesto, observar
el impacto de sus acciones pedagógicas en el aprendizaje de los estudiantes.
¿Todo eso? Sí, y quizá más elementos debidamente ponderados.
Un
concurso de oposición en el que evaluadores calificados reconozcan el nivel
pedagógico y didáctico que se va generando con el trabajo, el estudio, la
contribución crítica de los compañeros y el aprendizaje, tan necesario, que
sólo proviene de los errores y aciertos, no es sencillo de organizar. Es muy
difícil. Hacerlo bien cuesta, es cierto, y no sólo dinero sino empeño
sostenido. Hay que aprender en el camino, conocer lo que se hace en otros
países y adoptar o adaptar buenas prácticas.
En
el diseño de la carrera profesional docente la evaluación será piedra angular
para su buena marcha. ¿Se medirá lo fácil porque es medible, o se diseñarán
estrategias, comisiones de pares, regulaciones razonables para incorporar
elementos importantes? Lo dicho: o se construyen instrumentos y modos de
valorar lo que importa, o fingiremos que evaluamos cuando contamos palomitas y
taches. Nada más, pero nada menos es el reto de una evaluación que contribuya a
mejorar la educación, sea justa en la apreciación del esfuerzo y logros (o su
ausencia) tomando en cuenta las distintas circunstancias siempre presentes en
un qué hacer complejo. Un proceso de valoración que sea reacio a la
simplificación ramplona, fruto de la ignorancia, la prisa y el desprecio
altanero.
Publicado
en El Universal