Contra la impunidad del
anonimato
MAURICIO
MERINO
No se trata
de tolerancia sino de un complejo sentido político: de un cálculo de
oportunidades y efectos ante la desesperación pública por el bloqueo de las
carreteras y la violencia cometida contra los edificios de partidos y
burocracias, las propiedades privadas, las universidades y la gente común y
corriente. Pero tras ese cálculo podría estar rondando la idea, quizás, de
dejar correr la violencia hasta el punto en que la sociedad —expresada en
algunos medios, en una lista de abajofirmantes y en un colectivo de buenas
conciencias y organizaciones sociales— pida abiertamente una escalada de
represión.
No estoy
sugiriendo que los gobiernos sigan cruzados de brazos, ni que confíen sin más
en el deterioro paulatino de la fuerza de los violentos. Lo que me preocupa es
que hayan
cruzado los
brazos durante un lapso tan largo, mientras la escalada de violencia (que no me
atrevo a llamar social, porque ni esos grupos ni sus estrategias representan
realmente a la sociedad) se va desdoblando en Guerrero, en Michoacán, en las
universidades de la ciudad de México —y poco a poco, en otros lugares de la
república—. Esa parsimonia me hace pensar en la serenidad del dinamitero mientras
junta la pólvora. Pero en este caso, quien reúne la pólvora no controla la
mecha ni el fuego para encenderla.
Del otro
lado, es obvio que los violentos están esperando —y hasta pidiendo— la
represión del gobierno. No es indispensable contar con una gran perspicacia
para llegar a esa conclusión, luego de escuchar sus discursos y de observar la
provocación que define sus tácticas. Los violentos parecen estar buscando eso
mismo: violencia para construir un argumento político válido para justificarse a
sí mismos. Porque ahora mismo no hay razones bastantes para oponerse a una
reforma educativa que todavía está en pañales, ni para declarar la
privatización de la educación pública ni, mucho menos, para agraviar a la UNAM
y vulnerar la educación pública superior —que es lo mejor que tenemos en
México—.
El problema
es que esa dinámica está enviando un mensaje de impunidad —que es también la
vulneración de nuestro derecho de convivir pacíficamente— que puede acabar
calando muy hondo en la conciencia social. Y es que la impunidad que está
detrás de los hechos que hemos atestiguado en los últimos meses no sólo se
reproduce en las marchas, los bloqueos y las tomas de edificios públicos, sino
que también está presente en muchas otras formas de violencia cotidiana que se
quedan impunes sistemáticamente. Mientras el gobierno calcula y los violentos
escalan, el resto de la sociedad advierte, con razón, que las leyes sólo se
cumplen entre quienes no pueden comprarlas, negociarlas o desafiarlas con la
fuerza, la influencia o el sigilo oportunos.
No obstante,
toda la violencia que hemos vivido en México en los últimos años —tanto por el
crimen como por la política mal entendida— tiene nombres y apellidos:
responsables de carne y hueso, tan humanos como las víctimas que la han
padecido. En esta delicada materia no hay sustantivos colectivos que valgan:
los maestros, la CNTE, la CETEG, los estudiantes, los normalistas o, de otro
lado, el crimen organizado, los cárteles, los sicarios, etcétera, no son más
que coberturas para el anonimato de los violentos y medios para eludir, en el
tumulto y la masa, la responsabilidad específica que cada quien debe asumir por
sus actos.
Toda acción
colectiva está formada por decisiones individuales, mientras que la impunidad
es la derrota de la responsabilidad personal. El gobierno no tiene que cruzarse
de brazos hasta encontrar el momento oportuno para imponer orden y salir bien
librado del paso, sino romper la impunidad del anonimato, caso por caso, a la
luz del día y con la ley en la mano.
Investigador
del CIDE