José Sarukhán
Fernando
Serrano Migallón
Dice el
viejo refrán, “deme Dios contienda, con quien me entienda”; no es extraño que
los mexicanos no estemos del todo al tanto de la existencia de la diáspora
armenia, de su genocidio, el primero del siglo XX, de una brutalidad inusitada;
me parece lamentable que no tengamos más información y que no seamos más
sensibles al tema, pero es explicable; me parece triste, pero incluso normal la
indiferencia de la mayoría de los ciudadanos frente al monumento a Heydar
Aliyev en Paseo de la Reforma, deberíamos saber más de muchas cosas, pero se
trata de un siniestro personaje del que no teníamos mucha información de este
lado del mundo; pero que un diplomático —cuya tarea no es sólo defender los
intereses de su país sino fomentar la amistad entre su pueblo y el nuestro—
denoste a uno de nuestros intelectuales, que descienda a nivel de la cafetería
y el estadio para tratar un tema tan terrible como un genocidio y que, fuera de
toda proporción y medida, enfrente las visiones de tres naciones: México,
Armenia y Azerbaiyán, sólo por la frustración de no poder mantener la estatua
de un dictador campeando en la principal avenida de la Ciudad de México, eso es
ya demasiado.
José
Sarukhán no necesita que nadie lo defienda; su compromiso como mexicano quedó
más que patente en su magnífico rectorado en la UNAM, su capacidad tampoco
necesita fiadores, sin duda —no lo dice, pero es parte de un equipo de
científicos laureado con el Premio Nobel— se trata de una de las inteligencias
más brillantes de nuestro país. Sencillo, sereno, como todo hombre culto, e
incisivo y preciso como todo hombre inteligente, Sarukhán se atrevió a opinar
sobre un tema que conoce y que conoce bien, que lamentablemente conoce muy bien
porque afectó a gran parte de su familia y es, en cierto modo, la causa próxima
de que sea mexicano y de los mejores: el genocidio armenio y la situación del
Nagorno Karabaj. Y digo se atrevió porque, aunque en México no se necesita
permiso de nadie para dar una opinión, y una manifestación de ideas viniendo de
alguien tan acreditado como Sarukhán es siempre digna de escucha; no podríamos
sino intuir que alguien que desea con ardor que un dictador sea homenajeado no
puede sino pensar en términos de dictadura.
Lo más
ridículo, lo más enfadoso y penoso es que los argumentos del embajador de Azerbaiyán
lindan con la majadería de la ignorancia y con la soberbia del prejuicio;
“siendo Sarukhán de ascendencia armenia esto no me sorprende”, lo que
sorprendería al señor Mukhtarov si se hubiera tomado el cuidado de averiguar
quién es José Sarukhán, de la capacidad de diálogo como científico y como
universitario que caracterizan a nuestro antiguo rector; pero no sólo eso, si
se tomara el cuidado de ser menos visceral, tal vez se sorprendería de saber
que el origen étnico de las personas no determina sus razonamientos ni sus
argumentos.
Desde luego
que cuando llegamos a afirmaciones como “preguntarle a Sarukhán sobre un
monumento a Jodyalí es como preguntarle a Himmler sobre un monumento al
Holocausto”, entonces sí que nos hemos quedado mudos; la desproporción es de
tal magnitud, el ánimo de ofender es tan evidente, que uno no puede sino
contemplar cómo un representante diplomático se puede atrever a tanto, si tiene
idea de lo que dice o si reacciona tal y como lo haría su líder Aliyev,
descalificando y anulando a todo aquel con el que no comparta su punto de
vista; eso sí que es memoria selectiva. Es verdad que ningún texto es tan malo
que no se pueda aprender algo de él, gracias al señor Mukhtarov, aprendimos que
en armenio, el apellido de don José se pronuncia “Sarukhanyan”. Gracias por la
aportación, su excelencia.
*Profesor de
la Facultad de Derecho de la UNAM
fserranomigallon@yahoo.com.mx