martes, 30 de octubre de 2012


La Ciencia, ¿culpable?
Manuel Martínez Morales alcalorpolitico.com

La historia de la Ciencia da fe de incontables casos en que hombres y mujeres dedicados a la búsqueda de conocimiento han sido perseguidos y condenados por “las fuerzas del orden” por haber divulgado o intentado aplicar conocimientos que juzgaban importantes o decisivos para enfrentar ciertos problemas. Pero ahora resulta que la situación se revierte: las “fuerzas del orden” han condenado a un grupo de científicos italianos a seis años de cárcel por homicidio involuntario, por haber subestimado los riesgos del sismo ocurrido en L’Aquila en 2009, sentencia inédita que ha generado polémica.

Entre los siete condenados figuran grandes nombres de la Ciencia en Italia, como el profesor Enzo Boschi, quien presidió el Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología; Bernardo de Bernardinis, y el Subdirector de la Protección Civil.

El terremoto, que devastó la ciudad de L’Aquila, arrasó el casco histórico y dejó más de 80 mil damnificados, sigue siendo un trauma para todos los italianos y generó polémica por las negligencias que contribuyeron a ese balance.

Durante el juicio, comenzado en septiembre, la Fiscalía había pedido una pena menor, de cuatro años de cárcel, contra los siete miembros de la Comisión de Grandes Riesgos, que se había reunido el 31 de marzo de 2009 en la ciudad de L’Aquila, seis días antes del sismo que provocó la muerte de más de 300 personas.

La justicia considera que las autoridades científicas divulgaron información tranquilizadora a la población, que en caso contrario habría podido tomar medidas para protegerse.

Más de 400 temblores sacudieron la región durante cuatro meses; pese a ello las autoridades no tomaron medidas específicas y se limitaron a advertir que los terremotos no se pueden pronosticar.

Siguiendo esta absurda lógica, entonces habría que aplicar penas similares a científicos “que no han advertido a tiempo” a los habitantes de regiones devastadas por huracanes, tsunamis, inundaciones, erupciones volcánicas, etcétera. Esto en cuanto a fenómenos naturales pero, extendiendo el razonamiento, bien podrían condenarse a los diseñadores, constructores y operadores de plantas nucleoeléctricas puesto que éstos, aún a sabiendas del riesgo implicado por el funcionamiento de estas plantas, las han operado y los accidentes fatídicos han sido ya demasiados.

¿Y que tal con los fabricantes de automóviles? Pues, si mal no recuerdo, la muerte por accidentes de tránsito ocupa uno de los primeros lugares. También tendríamos que poner en la lista a aquellos investigadores y médicos que no advierten sobre los efectos secundarios de ciertos fármacos que bien pueden conducir a la muerte de quien los consume, así como a investigadores que proporcionan resultados equívocos —por error o mala fe— resultantes de análisis de datos, como por ejemplo los relacionados con la contaminación de las playas veracruzanas: “no pasa nada, estas playas son tan limpias que hasta el gobernador se baña en ellas… Foto, por favor”.

Por una parte, es probable que esta actitud hacia la Ciencia y los científicos aparezca debido a la “fetichización” de la Ciencia provocada por el modo de producción capitalista, es decir se considera a la Ciencia como un fetiche, un ídolo capaz de dar o quitar el bienestar o la vida, siendo los científicos sus sacerdotes, ¿está usted enterado sobre el frecuente asesinato de brujos en Veracruz? Si el ritual (chamánico o científico) no da los resultados deseados, entonces el intermediario —entre las fuerzas del más allá o del más acá— debe ser condenado. No acabamos de aquilatar, socialmente, el justo valor del conocimiento científico y los alcances y limitaciones del trabajo concreto de los investigadores.

Por otro lado, el científico enfrenta —o debiera enfrentar— constantes dilemas éticos en el desarrollo de su trabajo, pues constantemente debe decidir sobre el tiempo y forma en que dará a conocer los resultados de sus indagaciones.

La manera en que actualmente se forman científicos no incluye la conciencia ética, sino más bien tiende al desarrollo de un ciego pragmatismo: sigue la moda, pedalea y pública aunque no sepas adónde te diriges, reclama tus croquetas y que el mundo ruede… A favor de los de siempre.

Pero más allá de las circunstancias impuestas por la percepción social de la Ciencia, o las posturas éticas de los científicos, hay que considerar la falibilidad intrínseca del conocimiento científico: El saber científico está siempre sujeto a la incertidumbre derivada de la siempre incompleta información que se tiene sobre los fenómenos naturales o sociales, así como de la incertidumbre provocada —según quienes estudian en serio la complejidad y el caos del mundo— por las constantes e imperceptibles fluctuaciones naturales, así como por el acontecer azaroso de eventos de naturaleza imprevisible: Lo improbable sucede y, por definición, sólo puede preverse probabilísticamente.

El problema es que esto no se resuelve añadiendo o eliminando cursos de los programas de formación de científicos, sino que implica un cambio de valoración sobre la Ciencia y sus alcances, así como de la práctica concreta de la investigación científica, lo cual —en mi opinión— depende de una revolución social que, desde luego, incluya una revolución cultural y educativa.

¿Alguien sabe si Peña Nieto incluye alguna propuesta al respecto en su rimbombante Agenda para la Ciencia y la Tecnología? ¿Contendrá algún apartado que considere la condena de científicos que no prevean el catastrófico fracaso de su gestión?