El poder, la masa y la
CNTE
Carlos Fazio
Vivimos
tiempos anticivilizatorios. Asistimos al retorno del capitalismo depredador y
salvaje. El llamado a la violencia, como ideología del darwinismo social de
libre mercado, ha barrido con toda cohesión social. Inmersa en un proceso de
autodestrucción, la sociedad está atomizada. En la selva social domina el
derecho del más fuerte y el más apto. En México, la lucha de todos contra todos
que se desploma sobre la sociedad ha derivado en una catástrofe humanitaria. La
sociedad se ha convertido en un compuesto amorfo de etnias, tribus, mafias,
pandillas y organizaciones criminales de todo tipo, incluidas las empresas, los
poderes fácticos y sus facciones políticas subordinadas –verbigracia el pacto
por México–, que han venido agitando la lucha de clases de manera implacable
contra los trabajadores.
Elevada a
religión, la fe neoliberal –que no es ni neo, ni liberal– ha activado
tendencias antilustracionistas, sumiendo al país en una profunda crisis. La
crisis fuerza la comprensión y obliga a tomar una posición crítica frente a la
devastación global. El análisis y la deconstrucción radical de la fe equivocada
son la condición sine que non para el conocimiento y la eventual reorganización
de la vida social. Sólo la crítica radical puede poner límites y detener a un
poder que ha sido secuestrado en México por un puñado de plutócratas (los
megamillonarios de la revista Forbes), en el marco de un Estado de tipo
delincuencial y mafioso. Un Estado cleptocrático –es decir, gobernado por una
banda de ladrones–, producto histórico de un capitalismo familiarista, amoral y
colusivo, generador de la balcanización de la administración pública.
De allí la
necesidad de ejercer el pensamiento crítico disruptivo –y la movilización
patriótica, como hacen hoy quienes se oponen a las contrarreformas educativa y
energética–, como forma de enfrentar el discurso ahistórico, dogmático y cínico
de una clase política facciosa, parasitaria y autorreferencial (que hace a un
lado la voluntad popular en violación del 39 constitucional), que junto a una
tecnoburocracia igualmente servil y funcional a los amos de México, ejercen de
facto un poder fetichizado, con apoyo de intelectuales orgánicos y
comunicadores abyectos cuya misión es imponer una cultura de la obediencia,
generar sumisión al orden establecido, bloquear la rebeldía.
El ejercicio
del poder como dominación, con la consiguiente corrupción de la política y los
políticos, bajo la fachada de una democracia cleptocrática-oligopólica (como
cascarón de un sistema autoritario y violento al servicio del capital
trasnacional), fue acompañado por el secuestro de las instituciones por una
colusión neopatrimonialista de empresas y partidos, cuyo resultado es una representación
política al servicio de lo privado, previa eliminación de lo público convertido
en mercado.
Todo poder
tiene como prerrequisito la violencia e implica dominación, fuerza,
explotación. En la historia se manifiesta como la lucha entre el amo y el esclavo.
El amo manda, el subordinado obedece. El poder real –ergo, los señores del
dinero– hizo a un lado a la comunidad, al pueblo, y se apropió del
Estado-nación. Ese poder se fetichizó y todo lo corrompió. En ocasiones, ese
poder domina con la fuerza bruta; con el ejército y la policía e incluso con
grupos paramilitares y mercenarios. En otros períodos usa las elecciones como
mecanismo administrativo de control, domesticación y aturdimiento de las
mayorías, en el marco de un conflicto de clases que pretende ser ocultado
mediante significantes que construyen creencias, saberes, valores, mitos,
doctrinas, paradigmas y fantasías al servicio de la dominación.
Ese poder
manufactura estrategias y prácticas colusivas entre banqueros, empresarios y
políticos; prácticas extorsivas y feudales en el corazón de la modernidad, y
discursos enajenantes, encubridores de la realidad, perpetuadores del statu
quo. Es lo que intenta hacer la propaganda mentirosa y de saturación del
régimen de Enrique Peña, en su primer informe de (des)gobierno ahora.
Como
sostiene el michoacano Rafael Mendoza Castillo, ningún concepto es inocuo.
Ninguna palabra es inocente o neutral. Todo concepto, palabra o lenguaje
conllevan una intencionalidad y significados dirigidos a fabricar ilusiones
necesarias, realidades distorsionadas. También el adoctrinamiento de las masas
como simples espectadoras de la acción, eso que Noam Chomsky describe como la
ingeniería del consenso para el control elitista de una sociedad de
consumidores, que ha cedido el acto de pensar y de actuar a un sistema que
genera imaginarios colonizadores del yo; que ajusta la conciencia para que
funcione un orden social-conformista.
En ese
contexto se libra la disputa por la educación, como expresión de una puja
antagónica entre el modelo neoliberal de mercado, con sus parámetros de
eficiencia, calidad y evaluación (de importación made in OCDE y Banco Mundial),
y una educación humanista, autonómica, emancipadora. La opción debe ser a favor
de una pedagogía crítica, impulsada y defendida por educadores libres, por
maestras y maestros erguidos, dignos y contestatarios, como los que se
movilizan en las calles del Distrito Federal bajo la sombra de un cuasi
inminente golpe de mano neodiazordacista.
Sometidos a
una campaña de linchamiento mediático por los policías del pensamiento único,
quienes protestan en las calles buscan transformar las actuales relaciones de
la dominación plutocrática. Ante el juego perverso del poder, y dado que la
neutralidad en lo social es una ilusión, es hoy necesario comprender, entender
e interpretar la realidad, para transformarla; hay que romper con el
domesticado consenso pactista y crear un contrapoder de los de abajo, de los
explotados y excluidos. Un doble poder contrahegemónico, con base en el pensamiento
crítico y una acción política constituyente, liberadora. Y como dice la CNTE,
retomando a Brecht, informémonos, eduquémonos, humanicémonos.