jueves, 13 de diciembre de 2012


En el aula
RAFAEL PEREZ GAY

Cuando leo que una iniciativa de reforma a la educación se discute en el Congreso, de inmediato pienso en las calles de la ciudad de México bloqueadas por los mentores de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, pienso en calles desesperantes y en mis maestros Lázaro y Delfina, reformadores naturales del aprendizaje.

Pertenece a mi maestra Delfina un aforismo duro como el acero que me gusta citar y repetir una y otra vez: el que quiera estudiar que estudie, y el que no, no.

Esta máxima era su última arma cuando se sentía perdida en la jaula de pájaros en que se había convertido el salón de clases del cuarto de primaria. No voy a hacer el elogio de la vieja educación pública en contraste con la que padecen los niños en estos días, pero sí diré, como si fuera Fernando Soler en una de sus tristes películas, que las cosas ya no son como eran antes.

José Mariano Fernández de Lara fue un liberal modesto comparado con luminarias como Ramírez, Zarco, Prieto, Payno, Altamirano. Don José Mariano apenas logró que un grupo de niños estudiáramos la escuela primaria a la sombra de su nombre. Delfina era dura como el coyol para los asuntos educativos y sus métodos de aprendizaje infalibles.

La maestra escribía durante algunos minutos una serie de quebrados en el pizarrón. Al terminar, miraba como una reina en sus dominios al horizonte y decía: Esparza, pase al frente y resuelva las operaciones.

Esparza caminaba al pizarrón como rumbo al patíbulo. Los quebrados, una pesadilla. El fracaso de Esparza recibiría un castigo ejemplar. Ponga las manos al frente, ordenaba la maestra. Delfina blandía una vara, no sé si de membrillo, y le daba tres varazos en cada palma de la mano. Esparza se volvió el genio de los quebrados; en cambio yo, que me hacía invisible, hasta la fecha no sé del común denominador. Si me piden que resuelva dos tercios menos tres cuartos, no saco a ese buey de la barranca.

No es que yo defienda la violencia en las aulas, pero creo que hemos exagerado en el cuidado psíquico de los niños. He oído a algunos padres de familia decir: Tito confrontó a su maestra porque se sintió hostilizado. Le exigió la tarea en un tono muy ofensivo. Esta semana trataremos el problema con su terapeuta. Mi maestra Delfina lo habría arreglado en una mañana con otra de sus terribles amenazas: si no estudian, “aténgansen” a las consecuencias.

Lázaro también hubiera puesto en orden al niño con terapeuta y padres liberales. Era el maestro de sexto año y no usaba vara, con la palma de la mano soltaba unos zapes cuyo vuelo envidiaría Juan Manuel Dinamita Márquez. Durante algún tiempo pensé que Lázaro podía volverse invisible. Aparecía de pronto atrás de la banca: cállese, Gay, y volaba un zape de pronóstico reservado. No volví a hablar en clase. En la iglesia se oían más voces que en nuestro salón de clases.

La única excursión que organizó la escuela fue dirigida con disciplina de hierro forjado por Lázaro y Delfina. Fuimos al balneario Palo Bolero. No me pregunten dónde está Palo Bolero porque no tengo la menor idea. Todo lo que sé es que las autoridades alquilaron un camión de la escuela Simón Bolívar para el viaje.

Mi madre me hizo tantas recomendaciones que cuando subí al camión estaba seguro de que me llevaban a las Islas Marías. Cuidado con el sol, no comas fritangas, cuando vayas al baño que te acompañe un amigo, no te vayas a ahogar en lo hondo de la alberca, no te vayas a distraer y te deje allá el camión. Luego de esta serie de recomendaciones, mamá me dio una bolsa con huevos duros para el camino y salí de la casa envuelto en una nube de pánico.

La nota de aquel día la dio Gumaro, juro que así se llamaba, el más grande del salón. Se perdió entre los jardines para fumar uno de sus cigarros Bali. Lázaro se hizo invisible, apareció atrás de él y le dio un zape que casi le arranca la cabeza. Gumaro, expulsión fulminante de la Fernández de Lara.

No entiendo por qué para los maestros de antes la palma de la mano era tan importante, como un símbolo de la educación mexicana, quizá porque en sus líneas se encuentra nuestro porvenir. No soy ni de lejos un especialista en educación, pero nuestros reformadores no deben olvidar esto: aprender es difícil y nada se logra sin cierta disciplina. ¿Estoy mal?
Publicado en El Universal. Publicado en Educación a debate