UNAM: ¿ciencia con conciencia?
Víctor M. Toledo
En las redes sociales está circulando un
video que resulta significativo para el devenir de la ciencia en la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM) y en el país, y que todo mundo debería
consultar. Se trata de un programa de la serie Lupa Debates. El programa está
dirigido a responder a la pregunta: ¿es riesgoso el maíz transgénico? Se
encuentra en You Tube y fue escenificado por dos destacados investigadores de
la UNAM: el doctor Mario Soberón, del Instituto de Biotecnología, y la doctora
Elena Álvarez-Buylla, del Instituto de Ecología.
El video resulta trascendente no sólo porque
muestra dos posiciones antagónicas del quehacer científico, sino porque la
respuesta es decisiva para el campo y los productores rurales, la alimentación
de los mexicanos y la riqueza biológica del país. Además, pone sobre la mesa
dimensiones normalmente soslayadas, como el significado de la investigación
científica y tecnológica en un mundo en crisis. Para hacerlo más atractivo, uno
de los participantes, Mario Soberón, acaba de ser sancionado junto con la
investigadora Alejandra Bravo por la propia UNAM por manipulaciones
inapropiadas y categóricamente reprobables de imágenes sobre estudios de la
bacteria BT –utilizada en la elaboración del maíz transgénico– para enfatizar
resultados que buscaban obtener en al menos 11 artículos en revistas
científicas internacionales.
El debate deja ver dos posiciones científicas
muy diferentes. Por un lado, un microbiólogo cuyos trabajos son realizados en
laboratorio, quien hace contribuciones a favor de una tecnología impulsada por
los monopolios biotecnológicos del mundo, que pertenece a un estilo
especializado y estrecho de hacer ciencia y que carece de información elemental
sobre la historia, las peculiaridades y los problemas del agro mexicano. Para
colmo, además de recibir sueldo de la UNAM es dueño de varias patentes
biotecnológicas, es decir, mantiene un doble papel: investigador de una
universidad pública y empresario biotecnológico. Del otro lado, Elena
Álvarez-Buylla, si bien se dedica a la ecología genética de manera sobresaliente,
comenzó realizando trabajos sobre sistemas campesinos agroforestales, es capaz
de integrarse a grupos interdisciplinarios de investigación y participa en
discusiones epistemológicas sobre ciencia y complejidad. Mario Soberón está
totalmente a favor de introducir el maíz transgénico en México, Elena
Álvarez-Buylla está radicalmente en contra.
Al alud de evidencias respecto del alto
riesgo de contaminación genética de las variedades originarias del maíz se
agregan estudios contundentes sobre los peligros de comer maíz transgénico. Un
estudio reciente es el realizado por el investigador francés G. E. Seralini,
autor del libro Todos somos ratas de laboratorio. Basta mirar los enormes
tumores de los riñones e hígado de las ratas alimentadas por dos años con maíz
transgénico (más el herbicida Roundup de Monsanto) para entender que quienes se
empecinan en el uso de los alimentos transgénicos padecen algún tipo de locura.
La soberbia tecnocrática amenaza no sólo la permanencia del maíz nativo, una
creación de la civilización mesoamericana de por lo menos 7 mil años de
antigüedad (ver: uccs.org), también pone en peligro la salud de millones de
seres humanos. La locura halla una explicación mercantil en las ganancias de
Monsanto, que habrá de facturar casi 14 mil millones de dólares en 2012 y
alcanzará este año ganancias por unos 2 mil 600 millones de dólares.
Más allá de las actuaciones de estos
investigadores en el debate, me interesa destacar algunos aspectos del caso.
Primero, que no hay una manera, sino muchas, de hacer ciencia. Se puede ser un
investigador destacado e incluso brillante dedicado a aliviar a sectores
sociales marginados, o a perfeccionar lo efímero de una mercancía, o a
preservar la duración de un alimento industrial, o a arruinar la salud de un ser
humano, o a incrementar la vanidad de los individuos, o a incrementar el poder
destructivo de una arma. En general hay de entrada ciencia pública, privada y
social. Ello manda al basurero de las ideologías la muy sobada tesis de que la
ciencia es neutra, lo que por cierto alimenta la soberbia y egolatría de los
científicos. Este dogma se difunde masivamente para elevar la capacidad de
negociación de las comunidades científicas, obtener más dividendos y apoyos y
extender una imagen similar a la de las iglesias. La gran mayoría de los
programas, acciones y actividades que se realizan como divulgación de la
ciencia son propaganda disfrazada de ese dogma. Por ello resulta un sinsentido
abogar por el incremento del presupuesto para ciencia y tecnología sin dejar
bien claros los proyectos que se implementarán en cada rama, es decir, sin una
verdadera política científica.
También emergen las relaciones de la ciencia
con el capital. En el largo devenir humano, de unos 200 mil años, la ciencia es
una modalidad del conocimiento con apenas unos 300. Su papel fue y sigue siendo
generar innovaciones que perfeccionen los ciclos de las mercancías, es decir,
que hagan eficientes los procesos de acumulación del capital, y que garanticen
la defensa de todo ello (ciencia para la guerra). El resultado: los monopolios
han alcanzado su máximo histórico y hoy mil 318 gigantescas corporaciones
poseen 60 por ciento del capital del planeta (halfanhour.blogspot.com/2011/10/
one-percent.html). Conforme la ciencia de un país se va desarrollando, la
investigación tiende a plegarse a los intereses de la industria, y esta
industrialización del conocimiento es sinónimo de su mercantilización. Por eso
en los países desarrollados la dupla ciencia/capital es casi perfecta. Tomar
conciencia de este proceso es fundamental para asegurar una ciencia con ética
social y ambiental.
En la UNAM, sectores cada vez más numerosos
de sus comunidades científicas han comenzado a entrar a ese proceso, no
solamente los biotecnólogos. Existen indicios de investigadores trabajando en
proyectos de biomedicina, química, nanotecnología, genómica y ecología
dirigidos a apoyar intereses corporativos.
Es hora de que en nuestra alma máter, donde
se genera la mitad de la investigación científica del país, se inicie una magna
discusión sobre la función social de la ciencia y se debata con seriedad su papel
en un país y un mundo en crisis. También deben conocerse las nuevas corrientes
que abogan por un nuevo pacto social, como la llamada ciencia para la
sustentabilidad. No es posible que en la universidad más importante de
Iberoamérica se dejen a la deriva las dimensiones éticas de la generación del
conocimiento.