miércoles, 5 de diciembre de 2012


Los insultos entre intelectuales
René Avilés Fabila    

Acabo de recibir y leer dos libros mexicanos: El arte de insultar, de Héctor Anaya, y una obra indefinible de Gonzalo Martré, autor de uno de las mejores novelas sobre el 68, Los símbolos transparentes: Idilio salvaje, una despiadada sátira sobre un personaje de tormentas: Consuelo Sáizar, quien de la nada irrumpió en la vida cultural mexicana apareciendo como directora del Fondo de Cultura Económica y enseguida como titular del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. El primero es un recuento bien documentado sobre las pugnas de distinguidos intelectuales mexicanos entre sí. Pleitos que surgieron de envidias, antipatías o simplemente por cobrar una afrenta. Los nombres de quienes han dejado huella en el arte mexicano de insultar son muchos y Héctor lo acepta, la lista sería eterna. Las diferencias en el mundo de los artistas suelen ser resueltas a golpes de inteligencia, con agudeza y mala leche. En estos encontronazos han participado desde figuras oscuras como Guillermo Sheridan hasta las monumentales como Jaime Torres Bodet y Salvador Novo.

Me parece que el de Héctor Anaya es un esfuerzo loable para saber cómo dirimen sus diferencias personales los intelectuales. Imposible hacer una obra totalizadora. Mi propio caso me lo aclara. Recuerdo que Jorge Volpi, en su tesis doctoral, convertida en libro, utilizó algunos intercambios de críticas en la época en que yo publiqué mi primera novela, Los Juegos. Fue un libro que ofendió a prácticamente la totalidad de los grandes escritores y artistas plásticos de aquella época, los que, por cierto, siguen siendo los mismos, salvo algunas bajas. La verdad es que Héctor pudo preguntarme algunos casos concretos sobre aquel escándalo que consiguió que una intelectual sensata como María Elvira Bermúdez escribiera en un afamado diario: René Avilés Fabila no es objeto de crítica literaria, sino de juicio penal. Respondí ataques y agresiones con muchas más, las publicaba normalmente en la revista generosa de José Pagés Llergo, en Siempre! Su dueño me veía llegar y preguntaba a quién se chinga esta semana. Debo confesarlo: fue un mal arranque, los odios me han seguido desde entonces y si bien en la literatura me inscribo en una tendencia fantástica, en el periodismo soy más directo. Sólo esta historia personal me hace pensar que en tal campo la lista es infinita y no fácil de obtener completa. Y Héctor lo prueba con docenas de frases irónicas de destacados literatos de otras nacionalidades.

El libro contiene, como añadido, entrevistas con algunos de aquellos que tenemos fama de peleoneros. José Agustín, Huberto Batis, Emmanuel Carballo y yo, a quienes Héctor considera insolentes o quizás arrogantes. De este capítulo me desconcertaron mis palabras, al contrario de las de mis colegas, son suaves, tersas, poco aguerridas. ¿Me estaré haciendo viejo o cobarde? A mi edad, Germán List Arzubide o Salvador Novo eran capaces de terribles palabras. En las redes sociales soy cordial y poco recurro a la violencia verbal, salvo con un pendejo que me exigió una reparación a Monsiváis por haberlo ironizado largamente. Para colmo, mis alumnos me aceptan con agrado y sólo los políticos me detestan, siempre solemnes y tan lejos del sentido del humor.

Héctor Anaya consiguió un libro interesante al documentar las insolencias y blasfemias de los intelectuales mexicanos. Algunas son muy divertidas e ingeniosas.

El libro de Gonzalo Martré, Idilio salvaje, es una prueba de lo dicho por Héctor. Gonzalo le dedica docenas de páginas a Consuelo Sáizar. No me gustaría ver su reacción si es que llega a leerlo. Pero como dice el refrán, quien siembra vientos cosecha tempestades. Los académicos dirían que Gonzalo escribió un libelo, yo lo veo como una crítica satírica, tal como la califica el autor. Pero es una prueba contundente de que hay en efecto mucha maledicencia en los escritores, sobre todo si han sido agraviados por el poder. Consuelo, cuya gestión fue para beneficiar a sus amigos y humillar a sus enemigos, pasó a la historia nacional de la infamia con este libro terrible.

Entre ambos libros, se abre la posibilidad de analizar con buen humor a los complicados intelectuales. Cuando medio México intelectual me insultaba (el otro medio México me apoyaba) por ironizar a los futuros clásicos, Rafael Solana escribió un artículo en El Universal pidiendo una lectura humorística de mi novela Los Juegos, otro tanto hicieron en México en la cultura Juan Vicente Melo y el fino narrador Antonio Magaña Esquivel y mi querido Andrés Henestrosa hacían notar que si en la literatura mi pasión era la fantasía, en el periodismo mi saña era a veces excesiva. Pero no hay que tomarse tan en serio las pugnas entre intelectuales, por ahora muchos son producto de su cercanía con el poder. Están en espera del juicio de la historia. Yo no seré célebre, pero eso tiene una ventaja: no habrá una calle con mi nombre, eso evita el riesgo de hacer esquina con Octavio o, peor todavía, con Carlos Monsiváis. Por cierto, el primero dijo que Monsi no era un hombre de ideas, sino de ocurrencias. Para colmo, Paz escribió un artículo irónico calificándome como Ah vil es. Y yo recordé que Chucho Arellano escribió que el poeta era peruano, pues en los círculos literarios le decían el Inca-Paz, por sus plagios reconocidos. www.reneavilesfabila.com.mx
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