Extorsión
Juan
Villoro
No
es por presumir pero me estafaron. La frase merece aclaración. Durante décadas,
mi padre nos inculcó que las propiedades hereditarias son inmerecidas y el
dinero daña la conciencia. Por lo tanto, ser extorsionado representa una
especie de purificación.
El
ladrón que va a lo suyo no repara en las condiciones morales de la víctima; en
cambio, el extorsionador aprovecha las debilidades éticas del género humano
(sabe algo incómodo y pide dinero a cambio).
Pero
hay un grado superior de la extorsión, que no explota los defectos que la gente
trata de ocultar, sino su nobleza. Esas sanguijuelas sólo chupan buena sangre.
Su abuso tiene como prerrequisito la vida virtuosa, o por lo menos ilusa, de
los engañados.
Hace
unos cinco años, mi padre habló entusiasmado para decir que unos maestros de
Oaxaca querían ponerle mi nombre a la biblioteca de su escuela. Era gente
humilde que enseñaba a leer en una sierra ignorada por el progreso.
La
iniciativa me conmovió y puso en juego el más conspicuo atributo del escritor:
la vanidad. ¿Cómo no ayudar a unos maestros tan especializados en el saber que
habían descubierto que yo podía ser necesario?
Imaginé
la biblioteca en la apartada montaña, los libros en los estantes, los ojos
encendidos de los niños que los leerían.
Un
hombre me habló al poco tiempo. Con la inconfundible entonación del campo
mexicano mencionó el título de una novela mía, el trabajo que yo había hecho en
La Jornada, el aprecio que le tenían a mi padre. Luego se refirió al pintor
Francisco Toledo. Escuché el nombre con la misma reverencia con que él lo pronunciaba.
El Maestro apoyaba su escuela.
Nos
reunimos en un Sanborns para definir el proyecto. A la sesión asistieron unas
cinco personas, todas de aspecto rural: rostros curtidos a la intemperie,
zapatos lastimados por los breñales. Les entregué dos bolsas de libros, que
recibieron sin mucho interés. Luego me hablaron de la fiesta. La biblioteca
estaba lista pero había que inaugurarla. Tenían que matar varios borregos,
comprar mezcal, pagar la música. “¿De qué sirve una biblioteca sin festejo?”,
preguntaron. Supe que había caído en una trampa.
No
llevaba dinero. Les pedí un teléfono para comunicarme con ellos. “No tenemos”,
dijo uno; “es que somos muy pobres”, añadió otro, como un personaje de Rulfo.
No dejaba de compadecer su situación ni de admirar su informada estrategia,
pero me sentí estafado sin que eso fuera purificador.
Me
llamaron varias veces hasta que decidí darles 2 mil pesos como un merecido
impuesto a mi estupidez y mi vanidad. Todo romanticismo exagera las causas que
lo suscitan. Lo grave del mío era que había necesitado de muy poco para
suceder. En un país donde la relación más habitual es la desconfianza, había
creído en la condición progresista y humanitaria del prójimo.
El
magisterio tiene muchas formas de abusar de quienes lo apoyan. Lo que cuento no
se compara en modo alguno con los delirantes excesos de la líder sindical
vitalicia de la educación mexicana, Elba Esther Gordillo; sin embargo, muestra
que las extorsiones hechas en nombre de la pedagogía han invadido los más
variados rincones de la cotidianidad.
Los
“maestros” siguieron “trabajando”. Hace poco me habló Héctor Manjarrez para
decir que le querían poner su nombre a una biblioteca de Oaxaca. Lo contactaron
a través de la revista Letras Libres y me mencionaron como aval. Héctor reaccionó
con inteligencia: la causa le simpatizaba, pero le sonaba rara. Lo previne y
cortó la comunicación con ellos.
Hace
unos días la fotógrafa Paulina Lavista, viuda de Salvador Elizondo, fue víctima
de la estratagema, ya refinada por años de experiencia. Los “maestros” de
Oaxaca hablaron a una institución benemérita, el Fondo de Cultura Económica, y
pidieron teléfonos de escritores. De nuevo mencionaron al más alto símbolo de
la cultura y la filantropía oaxaqueñas: Francisco Toledo. El FCE preguntó a Paulina
si podía dar su teléfono. Ella consintió con entusiasmo.
Recibió
a un delegado en su casa, que le habló de las dificultades para comprar las
bancas de la Biblioteca Salvador Elizondo. Todo lo demás estaba listo,
sufragado por el esfuerzo de los campesinos. Conmovida, Paulina les entregó 4
mil pesos.
Luego
se enteró de que había caído en una red que desde hace años especula con las
buenas conciencias. Supo que Jorge F. Hernández, Anamari Gomís, Luis Jorge
Boone, Alejandro Toledo y Luz Aurora Pimentel habían sido buscados para el
mismo fin, y que el poeta Rubén Bonifaz Nuño fue asediado poco antes de morir.
La
lista recabada por Paulina (que acaso sólo representa una pequeña muestra)
rebasa el ámbito de las letras, pues incluye al doctor Leopoldo García-Colín,
físico eminente fallecido en 2012.
Los
casinos se inventaron para apostar sin mayor fundamento que la suerte. Más
caprichosa, la vida exige motivos para sus apuestas. Los “maestros” de Oaxaca
descubrieron que los escritores creen en causas tan poco realizables que son
fáciles de manipular. Esa extorsión debe terminar en la misma medida en que las
bibliotecas imaginarias deben existir.
*
Ha obtenido el Premio Herralde por su novela El testigo, el Internacional de
Periodismo Vázquez Montalbán por su libro sobre futbol Dios es redondo, el
Villaurrutia por su libro de cuentos La casa pierde y el Mazatlán por su libro
de ensayos Efectos personales. Ha sido profesor en la UNAM, Yale University y
la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Entre sus libros para niños destaca
El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica.
Publicado
en Reforma