lunes, 4 de marzo de 2013


Extorsión
Juan Villoro

No es por presumir pero me estafaron. La frase merece aclaración. Durante décadas, mi padre nos inculcó que las propiedades hereditarias son inmerecidas y el dinero daña la conciencia. Por lo tanto, ser extorsionado representa una especie de purificación.

El ladrón que va a lo suyo no repara en las condiciones morales de la víctima; en cambio, el extorsionador aprovecha las debilidades éticas del género humano (sabe algo incómodo y pide dinero a cambio).

Pero hay un grado superior de la extorsión, que no explota los defectos que la gente trata de ocultar, sino su nobleza. Esas sanguijuelas sólo chupan buena sangre. Su abuso tiene como prerrequisito la vida virtuosa, o por lo menos ilusa, de los engañados.

Hace unos cinco años, mi padre habló entusiasmado para decir que unos maestros de Oaxaca querían ponerle mi nombre a la biblioteca de su escuela. Era gente humilde que enseñaba a leer en una sierra ignorada por el progreso.

La iniciativa me conmovió y puso en juego el más conspicuo atributo del escritor: la vanidad. ¿Cómo no ayudar a unos maestros tan especializados en el saber que habían descubierto que yo podía ser necesario?

Imaginé la biblioteca en la apartada montaña, los libros en los estantes, los ojos encendidos de los niños que los leerían.

Un hombre me habló al poco tiempo. Con la inconfundible entonación del campo mexicano mencionó el título de una novela mía, el trabajo que yo había hecho en La Jornada, el aprecio que le tenían a mi padre. Luego se refirió al pintor Francisco Toledo. Escuché el nombre con la misma reverencia con que él lo pronunciaba. El Maestro apoyaba su escuela.

Nos reunimos en un Sanborns para definir el proyecto. A la sesión asistieron unas cinco personas, todas de aspecto rural: rostros curtidos a la intemperie, zapatos lastimados por los breñales. Les entregué dos bolsas de libros, que recibieron sin mucho interés. Luego me hablaron de la fiesta. La biblioteca estaba lista pero había que inaugurarla. Tenían que matar varios borregos, comprar mezcal, pagar la música. “¿De qué sirve una biblioteca sin festejo?”, preguntaron. Supe que había caído en una trampa.

No llevaba dinero. Les pedí un teléfono para comunicarme con ellos. “No tenemos”, dijo uno; “es que somos muy pobres”, añadió otro, como un personaje de Rulfo. No dejaba de compadecer su situación ni de admirar su informada estrategia, pero me sentí estafado sin que eso fuera purificador.

Me llamaron varias veces hasta que decidí darles 2 mil pesos como un merecido impuesto a mi estupidez y mi vanidad. Todo romanticismo exagera las causas que lo suscitan. Lo grave del mío era que había necesitado de muy poco para suceder. En un país donde la relación más habitual es la desconfianza, había creído en la condición progresista y humanitaria del prójimo.

El magisterio tiene muchas formas de abusar de quienes lo apoyan. Lo que cuento no se compara en modo alguno con los delirantes excesos de la líder sindical vitalicia de la educación mexicana, Elba Esther Gordillo; sin embargo, muestra que las extorsiones hechas en nombre de la pedagogía han invadido los más variados rincones de la cotidianidad.

Los “maestros” siguieron “trabajando”. Hace poco me habló Héctor Manjarrez para decir que le querían poner su nombre a una biblioteca de Oaxaca. Lo contactaron a través de la revista Letras Libres y me mencionaron como aval. Héctor reaccionó con inteligencia: la causa le simpatizaba, pero le sonaba rara. Lo previne y cortó la comunicación con ellos.

Hace unos días la fotógrafa Paulina Lavista, viuda de Salvador Elizondo, fue víctima de la estratagema, ya refinada por años de experiencia. Los “maestros” de Oaxaca hablaron a una institución benemérita, el Fondo de Cultura Económica, y pidieron teléfonos de escritores. De nuevo mencionaron al más alto símbolo de la cultura y la filantropía oaxaqueñas: Francisco Toledo. El FCE preguntó a Paulina si podía dar su teléfono. Ella consintió con entusiasmo.

Recibió a un delegado en su casa, que le habló de las dificultades para comprar las bancas de la Biblioteca Salvador Elizondo. Todo lo demás estaba listo, sufragado por el esfuerzo de los campesinos. Conmovida, Paulina les entregó 4 mil pesos.

Luego se enteró de que había caído en una red que desde hace años especula con las buenas conciencias. Supo que Jorge F. Hernández, Anamari Gomís, Luis Jorge Boone, Alejandro Toledo y Luz Aurora Pimentel habían sido buscados para el mismo fin, y que el poeta Rubén Bonifaz Nuño fue asediado poco antes de morir.

La lista recabada por Paulina (que acaso sólo representa una pequeña muestra) rebasa el ámbito de las letras, pues incluye al doctor Leopoldo García-Colín, físico eminente fallecido en 2012.

Los casinos se inventaron para apostar sin mayor fundamento que la suerte. Más caprichosa, la vida exige motivos para sus apuestas. Los “maestros” de Oaxaca descubrieron que los escritores creen en causas tan poco realizables que son fáciles de manipular. Esa extorsión debe terminar en la misma medida en que las bibliotecas imaginarias deben existir.

* Ha obtenido el Premio Herralde por su novela El testigo, el Internacional de Periodismo Vázquez Montalbán por su libro sobre futbol Dios es redondo, el Villaurrutia por su libro de cuentos La casa pierde y el Mazatlán por su libro de ensayos Efectos personales. Ha sido profesor en la UNAM, Yale University y la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Entre sus libros para niños destaca El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica.

Publicado en Reforma