Nerón
en Tepepan /
Juan
E. Pardinas
“El
poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente”. La máxima de
Lord Acton se queda corta para retratar los excesos de la ex emperatriz
magisterial. Hay algo mucho más corrosivo y corruptor que el poder: la
impunidad. Sin contrapeso, ni sanción, su delirio tenía los mismos límites que
su tarjeta de crédito en Neiman Marcus. La mujer más poderosa de México era
también un símbolo de las regiones más descompuestas de nuestra vida pública:
el Estado doblegado frente a los intereses particulares, el sistema de partidos
subordinado ante el calendario electoral, el presupuesto público al servicio de
caprichos privados. El nulo pudor de sus excesos era el ejemplo más sintomático
de las enfermedades de la República.
En
la Inglaterra de tiempos de Shakespeare, los actores varones tenían que cubrir
los papeles de personajes femeninos. En el sindicato magisterial era una mujer
la que cumplía el rol del veleidoso emperador Romano. Mientras Roma era
consumida por las llamas, Nerón tocaba el arpa. Mientras los niños mexicanos
obtenían los últimos lugares en las pruebas de desem- peño educativo de la
OCDE, la señora se iba de shopping para saciar sus instintos de compradora
compulsiva.
Desfigurada
por el bisturí su propia vanidad, su rostro inspiraba el miedo de niños y
adultos. A los infantes les asustaba su semblante y a los mayores les aterraba
su agudo manejo del poder. Entre el conjunto de adultos que temblaban ante su
nombre, se contaba a legisladores, gobernadores, secretarios de Estado y
presidentes de la República. En esa nómina de corvas tambaleantes estaban
abonados los principales encargados de gobernar a México.
Con
el arresto de Nerón, el Estado mexicano le perdió el miedo a los poderes
fácticos. La autoridad ha dejado de ser el payasito de los pastelazos. Esto ya
es, por sí mismo, una buena noticia. ¿El episodio será una anécdota aislada del
sexenio o una primera escala en una larga cruzada en contra de la impunidad?
Cualquier respuesta es una mera especulación. Sin embargo, lo más destacable de
la aprehensión del martes pasado no sólo es el hecho, sino también la forma. La
PGR cuidó el debido proceso y la presunción de inocencia. No hubo fotos ni
video para satisfacer los morbos audiovisuales. El caso Cassez sí tuvo sus
moralejas útiles para el sistema de procuración de justicia. Durante dos
sexenios, los gobiernos del PAN fueron ineptos en el ejercicio del poder y
desdeñosos de los procedimientos que sustentan al Estado de derecho. Si en
política la forma se transmuta en fondo, en la justicia el proceso es
substancia.
En
menos de tres meses, el presidente Peña Nieto ya dio una dramática nota de
contraste con el pasado inmediato. Sin embargo, lo que vimos el martes tampoco
tiene que ver con los usos y costumbres del viejo dinosaurio priista. Si en
tiempos de Salinas de Gortari a La Quina le hubieran aplicado un debido proceso
de justicia, el líder sindical de Pemex jamás hubiera pisado la cárcel. Si, en
1989, a La Quina lo hubieran acusado del asesinato de Álvaro Obregón y el robo
del penacho de Moctezuma, algún juez habría encontrado méritos para declararlo
culpable.
El
derecho sin poder político apenas sirve como tema para un coloquio académico.
El poder sin sustento en la ley es la llave del autoritarismo. El poder
político y la fuerza del derecho sumaron sus potencias para ponerle un alto a
la desmesura versallesca de Elba Esther Gordillo. Cuando Enrique Peña Nieto
afirmó que nadie podía estar por encima de la ley, los hechos validaron sus
dichos. Con lo que suceda o deje de suceder en el futuro sabremos si la validez
de sus palabras también es aplicable para el resto de su gobierno.
Twitter:
@jepardinas
Publicado
en Reforma