Al maestro
con cariño
Hermann
Bellinghausen
Un dato clave para
calibrar el deterioro alcanzado por el modelo social dominante en México
es el odio desatado desde el poder (los poderes) contra los maestros. Lo que
adquiere ya dimensiones de linchamiento mediático
no es otra cosa que una guerra de clase y a muerte contra la figura alguna vez
entrañable del mentor, desatada por las
autoerigidas educadoras de la Nación, y jueces cuando se les pega la gana:
las televisoras comerciales y la prensa satélite
del poder. Presentan a los maestros, disidentes o no, como escoria digna de
prisión y represión;
buscan destruir el prestigio, la autoridad moral, el sentido de social y, sí,
educativo, de su servicio cotidiano. El linchamiento es político,
y lo auspician los poderes ejecutivo y legislativo, las cámaras
empresariales y las cúpulas financieras interesadas en el
negocio de la educación privada. Toda esta basura del poder ¿cómo
se atreve a tratar así a los maestros de primaria, los
profes, las mises de kinder, los docentes de CQ, prepa, universidad pública,
instituto técnico, escuela normal y de enseñanza
bilingüe?
Un país
que no estima a sus maestros está enfermo. No sólo
aquí (basta ver las tendencias en Estados Unidos). No podemos
permitir que los dobleguen. Empezando por lo de maestro/luchando/también
está enseñando, son con demasiada frecuencia
(incluso los integracionistas, aunque algunos han servido a la
contrainsurgencia) de lo mejor que le puede pasar a un barrio, un pueblo o una
colonia en cualquier punto de la golpeada geografía
nacional.
Siempre los han
temido las fuerza conservadoras, los intereses confesionales y las agencias del
intervencionismo. Bien que fueron blanco de la barbarie cristera contra la
educación popular y socialista: los
desorejaban. Qué otra cosa si no están
haciendo ahora los comentaristas e intelectuales mediáticos,
y más directamente las policías
y las fuerzas armadas.
Con la tele pasas,
ni siquiera lo haces de panzazo. Con la tele sacas puro 10, y más
si consumes como ella enseña. Adicionalmente, los poderes políticos,
y los fácticos, la hicieron de doctor
Frankenstein, procrearon horrendas creaturas magisteriales y las empoderaron
(horrenda palabra) para corromper en cadena una burocracia enriquecida,
parapetada tras sus castillos de naipes. Resulta insultante que el término
la maestra remita a la títere mayor del freak show en que se han
convertido la vida pública y la impartición
de justicia. Todas las maestras de verdad deberían
demandarla por usurpar y ensuciar el título (y por birlarse o jinetear sus
cuotas sindicales).
Como los campesinos,
los pueblos indígenas, y los cada día
menos trabajadores organizados, los maestros son un elemento real de nuestra
realidad, que es indispensable y persiste pese a sus liquidadores.
La enseñanza
pública es atacada desde todos los frentes, y aunque no
siempre se defiende de la manera más sensata, no se da por vencida. Los
conflictos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
los Colegios de Ciencias y Humanidades, las prepas, y el tratamiento que
reciben de columnistas, telediarios y comentaristas radiofónicos
son parte de lo mismo. Nos presentan a los estudiantes de abajo y los maestros ídem
como villanos que toman escuelas, bloquean autopistas y, horror, centros
comerciales, nada más por molestar, de seguro con aviesas
intenciones. Quieren conservar privilegios, acusa desde su privilegiado cinismo
el magisterio electrónico en plena expansión
curricular.
Las batallas han
sido muchas. ¿Buscan los poderes la escaramuza final?
¿Y contra quién? Contra la posiblemente única
persona que llega a cualquier paraje de la Nación
con un libro en la mano y una idea organizada del silabario; la encarnación
no importa cuan pálida del Prometeo portador de la llama.
Debía admirarnos que, con todo en contra, las tripas al aire y
casi contra la razonable esperanza, el magisterio se siga rebelando y resista
cuando el Estado lo combate.
Además,
estos maestros son pobres. En ellos encontramos cientos de miles de historias
reales, vidas verdaderas de mexicanos que hubieran podido convertirse en
soldados, policías, comerciantes informales, migrantes
invisibles, pero eligieron ser profesores y servir a las comunidades.
Aprovecharon lo que
les dio la enseñanza pública,
única a que había acceso antes de las telenovelas, y aún
ahora la alternativa más viable para una formación
intelectual, política y ética
a salvo de las creencias religiosas y las reducciones triviales del
entretenimiento masivo. Hace décadas Carlos Monsiváis
ya decía que la verdadera secretaría
de educación pública
era Televisa. El salinismo añadió
TV Azteca.
La guerra contra los
maestros no es nueva. Su resistencia tampoco. El magisterio que defiende (en el
sentido más amplio) su plaza, mantiene abierta la
vía a otro mundo posible, distinto del apagón
programado y en curso para los cerebros niños y jóvenes.
Por eso los necesitamos: autónomos o institucionales, oficialistas o
disidentes. Maestros que no se dejen.