El diablo no era Gordillo
Jorge
Fernández Menéndez
En Chiapas,
en 1994, los zapatistas efectuaron su levantamiento armado ejecutando distintos
actos de violencia, la mayoría dirigidos contra personajes o instituciones
gubernamentales, secuestraron a un ex gobernador e incluso le “declararon la
guerra” al Estado mexicano, pero después de diez días de confrontaciones
entraron en una lógica de negociación, no exenta de confrontaciones que de una
u otra forma se mantiene hasta hoy. Pero la impunidad ahí quedó como marca.
Años
después, en Atenco, un grupo de manifestantes, muchos de ellos relacionados con
grupos afines al EPR y otras organizaciones armadas, con una serie de acciones
muy violentas lograron que el gobierno federal se echara para atrás en su
decisión de construir un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México. Fue
decisivo para la pérdida de credibilidad de la administración foxista, pero fue
también, en muy buena medida, la apertura de la puerta a la impunidad para los
actos de violencia social, impunidad que alcanzó todo tipo de delitos: desde el
secuestro y la amenaza de muerte de funcionarios rociados con gasolina en una
plaza pública (poco después la amenaza se convirtió en realidad en Tláhuac)
hasta la toma de oficinas gubernamentales durante semanas. El desalojo de
Atenco estuvo jalonado por acciones que fueron calificadas por la CNDH como
violaciones a los derechos humanos. Violaciones que si se cometieron son
injustificables, tanto como las acciones violentas cometidas por esos grupos
políticos.
No había
terminado de suceder Atenco cuando una ola mayor de violencia sacudió a Oaxaca.
La APPO, junto con la Sección 22 del magisterio, tomaron la ciudad y, otra vez,
un intento de desalojo mal realizado, les dio la coartada para cometer todo
tipo de tropelías. El gobierno de Ulises Ruiz podía ser o no defendible, pero
lo que hizo la APPO en Oaxaca fue injustificable. Tardaron meses las
autoridades en recuperar la ciudad y ésta difícilmente se ha recuperado de los
costos de aquella toma. La impunidad fue la norma.
Antes de lo
ocurrido en estas semanas en Guerrero y en menor medida en Michoacán, se
sucedieron los hechos violentos relacionados con la Coordinadora, en esos
estados, pero también en la propia Oaxaca, en el DF, en Chiapas, en otros
puntos del país. Ese tipo de acciones no era aceptable ni justificable, pero
nunca hubo castigos, ni cuando se sacaba a golpes a una dirigente del sindicato
de una estación de radio en Morelia para llenarla de chapopote y plumas en la
plaza pública, ni cuando se prendía fuego a la histórica puerta de la SEP en el
DF; tampoco cuando moría un modesto trabajador intentando apagar el fuego
generado por los manifestante en una gasolinería en la Autopista del Sol, en
Chilpancingo. Cuando se destrozó el centro de la Ciudad de México el pasado 1
de diciembre, la Asamblea Legislativa del DF se apresuró a modificar el Código
Penal para que nadie fuera a la cárcel y la Comisión de Derechos Humanos de la
ciudad sacó una dura condena…de las fuerzas de seguridad que trataron, bien o
mal, de controlar la situación.