jueves, 18 de abril de 2013


¿Es privatizadora la reforma? Sí
Manuel Pérez Rocha

El incentivo de un buen maestro lo constituye el avance de sus estudiantes, esa es su mayor satisfacción y lo que da sentido a sus afanes. Un buen maestro es aquel que tiene la pasión, el compromiso de lograr que sus estudiantes progresen porque los valora como personas, porque los respeta y los aprecia. Si un maestro tiene esta actitud vital, y el Estado garantiza las condiciones laborales y materiales adecuadas, lo demás vendrá por añadidura. Los reconocimientos, las promociones, los estímulos económicos –conceptos que dirigen a la mal llamada reforma educativa–, son sobornos que se practican en los medios empresariales (y en otros ámbitos) para lograr que los trabajadores realicen tareas que en sí mismas no les interesan, les desagradan, los enajenan. Para los patrones, los trabajadores son sus subordinados, sus empleados (según la etimología de esta palabra, sus doblegados); sin los sobornos no es previsible que hagan las cosas como quiere el patrón o el jefe. Esta no es la relación que ha de establecerse entre el Estado y el magisterio.

Hay quienes opinan que las motivaciones externas a los maestros, los estímulos, no hacen mal pues, argumentan, refuerzan sus motivaciones intrínsecas, o remedian su ausencia. Falso: esos sobornos causan destrozos en las actitudes de los individuos y en las relaciones de los cuerpos académicos. Sobre esto no es necesario especular, esos perjuicios son ya resultado grave de la aplicación prolongada de los mecanismos de soborno en todos los niveles de nuestro sistema educativo: la carrera magisterial en la educación básica, los diversos programas de estímulos en la educación media y superior, el SNI en la investigación.

La educación pública democrática nada tiene que ver con los antivalores en que se sustentan las actividades empresariales. La educación pública democrática no es siquiera un servicio más del Estado benefactor. La educación pública democrática es un derecho humano básico, esencial para el desarrollo de las personas y de la sociedad. En la educación pública, el Estado democrático realiza, como en ninguna otra responsabilidad, una función social e histórica esencial. La Constitución establece que la educación que imparta el Estado debe desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano; no es una educación que se limita a capacitar para el empleo, o a enseñar a leer y manejar las matemáticas (como ordena la OCDE). Es una educación integral que comprende el desarrollo de conocimientos, habilidades, actitudes y valores, no solamente el entrenamiento en competencias.

Los valores definidos por el artículo tercero de la Constitución, tal como lo redactó el Constituyente surgido de la Revolución, están en el polo opuesto del individualismo y la competencia que reina en el mundo empresarial. De manera reiterada, la Constitución establece como sujeto un nosotros. Dice de la educación: atenderá a la comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros recursos, a la defensa de nuestra independencia política, al aseguramiento de nuestra independencia económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura. La educación que imparta el Estado debe contribuir a la mejor convivencia humana, a fin de fortalecer el aprecio y respeto por la diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de la familia, la convicción del interés general de la sociedad, los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos.

La reforma impuesta con precipitación irresponsable por los intereses políticos del nuevo gobierno institucionaliza antivalores que contradicen esta filosofía. Consagra al maestro como “ homo economicus” y a la escuela como una estructura jerárquica en la cual el director es considerado como un líder (sic) que ha alcanzado este puesto de privilegio, esta promoción, por medio de la rivalidad con sus colegas (concursos). Los maestros quedan como empleados cuyos ingresos y permanencia están sujetos a los resultados de evaluaciones. Ha quedado desechada como una utopía, o una ingenuidad, una organización escolar horizontal, democrática, que permita la construcción de comunidades de aprendizaje.

Por supuesto, tienen que extirparse del sistema escolar los escandalosos vicios que en materia de contratación y designación de funcionarios introdujeron, en complicidad, la dirección del SNTE y los gobiernos del PRI, y consolidaron los del PAN, y que han sido combatidos por la CNTE. Pero este grave problema no se va a resolver con la adopción de los antivalores y modos de operación de las empresas privadas, en las cuales la moda es confiar en los liderazgos y la compra de las voluntades de los empleados. La reforma educativa necesaria exige cambios de fondo, de concepción, propios de la trascendental función pública de la educación. Las funciones de dirección y supervisión deberían ser asumidas colegiadamente y definidas como un servicio, no como una promoción o estímulo que generan codicia; esos concursos que se presentan como una panacea se traducirán en la destrucción del tejido social de la institución y en el desarrollo de todo tipo de corrupciones.

La reforma se desentiende de la responsabilidad del Estado en cuanto al sostenimiento de la educación pública. Niega a las escuelas la necesaria autonomía que deberían tener para resolver los problemas propiamente educativos, en cambio determina esta autonomía (¿abandono?) en el ámbito económico. Sin hacer la menor consideración acerca de la obligación del Estado de atender las necesidades materiales de las escuelas, se asigna a éstas, como si se tratara de entes privados, la responsabilidad de gestionar ante los órdenes de gobierno que corresponda con el objetivo de mejorar su infraestructura, comprar materiales educativos, resolver problemas de operación básicos y propiciar condiciones de participación para que alumnos, maestros y padres de familia, bajo el liderazgo del director, se involucren en la resolución de los retos que cada escuela enfrenta. Esta autonomía económica es una puerta más para que intereses privados mercantiles hagan negocios en las escuelas.

No faltan, pues, razones para que los maestros vean en estas reformas una política de privatización. Por supuesto, el gobierno no va a ofrecer en venta las escuelas. No, la privatización consiste en la imposición de los antivalores y las formas de operar de las empresas privadas en el sistema escolar público. (La Jornada)