martes, 23 de abril de 2013


¿De qué evaluación estamos hablando?
MARIA DE IBARROLA

Centrar la reforma educativa en la selección de los mejores maestros (en el ingreso y en la permanencia) ha alcanzado un elevado consenso social, construido a lo largo de varios quinquenios con el apoyo de las recomendaciones internacionales: la OCDE refiere los mejores resultados de la prueba PISA a los países con mejores maestros, y de las críticas de organizaciones nacionales no gubernamentales: recuérdese la película “De Panzazo”.

La reforma afecta directamente una serie de prácticas viciadas en los diferentes momentos de una carrera docente y propone un organismo superior a las actuales comisiones mixtas SEP-SNTE, el INEE, para regular la definición de criterios, mecanismos y procedimientos idóneos y conformar un sistema nacional de evaluación educativa. Argumenta la recuperación de la rectoría del Estado en la educación nacional.

Sin pasar todavía de la decisión a la muy delicada implementación, la reforma se encuentra en estos momentos entre los dos extremos contrarios máximos posibles: por un lado, contó ya con la aprobación del Congreso Federal y de por lo menos 23 Estados de la Unión, como lo establecen los procedimientos de cambio constitucional; por el otro, se enfrenta al “rechazo total” que han expresado grupos de maestros de Oaxaca, Michoacán y Guerrero.

Estos últimos, en particular, han hecho visible a nivel nacional de manera violenta y muy cuestionable, el cierre de escuelas, bloqueos de carreteras y de centros comerciales, marchas y plantones en la capital estatal y, más recientemente secuestro de congresistas locales con la exigencia –democracia de garrote- de que se apruebe su propuesta de Ley de Educación para el Estado que se opone a la reforma constitucional; comportamientos sociales que, por su naturaleza, ameritan otro tipo de análisis, más allá del propio de las políticas educativas.

Una historia particular

La evaluación de los maestros tiene en realidad una historia particular a lo largo del siglo XX, en medio de siempre renovados esfuerzos por incrementar la escolaridad de la población mexicana y por ampliar la obligatoriedad de la misma: de la secundaria (1993), del preescolar ( 2002), de la media superior ( 2011) al grado que tenemos actualmente uno de los sistema escolares más grandes del mundo con, 32.5 millones de estudiantes, además de los que participan en sistemas abiertos y podemos asegurar que más del 90% de los niños y adolescentes del país son atendidos en el nivel básico del sistema escolar.

Desde hace un par décadas, las políticas y los programas –las reformas que se proponen en cada sexenio- se centraron en mejorar la calidad de la misma, sin olvidar en el discurso a la equidad socioeconómica y cultural: la descentralización del sistema escolar, la apertura a la participación social, reformas curriculares continuas, programas focalizados para poblaciones especiales, introducción privilegiada de tecnología de la información y la comunicación, y que como maldición de Sísifo, nunca parecen alcanzar los objetivos deseados. En todo momento, el asunto de la formación inicial y continua de los maestros ha ocupado un lugar preponderante.

Como eje y detonador del cambio esperado para mejorar la calidad, la evaluación de los maestros se ha ido estableciendo sostenida y progresivamente en México desde la firma del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, en 1993, que acordó la creación de la carrera magisterial, sistema de promoción horizontal para los maestros de grupo basada en la evaluación de su formación y desempeño.

En 2007, el Acuerdo para la Calidad de la Educación, estableció el concurso de oposición para acceder las plazas de nueva creación y plazas vacantes, que se ha venido realizando año con año desde el 2008 y que se basa en un Examen Nacional de Conocimientos, Habilidades y Competencias Docentes. En 2011 se estableció la evaluación universal de maestros, voluntaria en una primera aplicación, siempre con el argumento de aprovechar la información para la mejor formación de los maestros.

¿Aplicación de pruebas?

Todas estas experiencias previas de evaluación, unidas a la aplicación regular de las pruebas de ingreso a la educación media superior y a la superior (EXANI-I y II) que aplica el CENEVAL desde finales de la década de los ochenta, de las pruebas internacionales que ha elaborado la OCDE (PISA) desde 2001, y de la prueba ENLACE (2008) para medir el desempeño de los alumno, apoyan una noción generalizada de evaluación entre maestros y público en general que se reduce a la aplicación de pruebas.

Se trata, además, de pruebas estandarizadas, constituidas por una serie de reactivos de opción múltiple, que deben ser contestadas en una hoja personalizada de respuesta para medición electrónica, en un tiempo máximo estrictamente controlado, que se aplican en una única ocasión, de manera simultánea en todo el país y cuyos resultados son considerados la “evidencia” irrefutable, “científica y objetiva”, comparable a nivel nacional e internacional del mal desempeño de estudiantes y profesores.

Son pruebas denominadas de “alto impacto”, puesto que no hay apelación a sus resultados y de ellos dependen futuros tan importantes como podría ser, en este caso, la permanencia de los maestros en sus puestos de trabajo.

Sin embargo, las escasas evaluaciones de las evaluaciones y una parte importante de la investigación educativa nacional e internacional ponen en entredicho la validez de ese tipo de pruebas –indicadores importantes de situaciones por estudiar pero apenas uno y el más superficial de los mecanismo clave de cualquier evaluación; es uno de los temas de investigación y política educativas más debatidos en todos los países.

Conocer bien a los maestros, en términos cuantitativos y cualitativos, y procurar que sean cada vez mejores profesionales son medidas importantes y necesaria, como parte de otras medidas que requiere una educación de calidad en nuestro país. Estamos, sin embargo, en el momento preciso de declarar la enorme complejidad y dificultad que la evaluación entraña para ello: de denunciar la existencia de buenos y malos métodos de evaluación y de los efectos perversos que pueden detonar; de advertir sobre la existencia de sistemas cuestionables que conducen a resultados cuestionables; de abogar por el imperativo del compromiso y la ética de los evaluadores, y la exigencia de una formación profesional de muy alto nivel, no solo sobre los aspectos técnicos de evaluaciones puntuales, sino para la construcción de los consensos y las capacidades que requiere en un país tan diverso, heterogéneo y sobre todo muy desigual como el nuestro y en la responsabilidad social tan grande que conlleva su tarea.

Estamos en el momento de reconocer que la calidad que queremos es infinitamente más compleja que lo que nos aporta una evaluación de los maestros que se redujera a la aplicación de pruebas estandarizadas como las que se describieron anteriormente.