¿De
qué evaluación estamos hablando?
MARIA DE
IBARROLA
Centrar
la reforma educativa en la selección de los mejores maestros (en el ingreso y
en la permanencia) ha alcanzado un elevado consenso social, construido a lo
largo de varios quinquenios con el apoyo de las recomendaciones
internacionales: la OCDE refiere los mejores resultados de la prueba PISA a los
países con mejores maestros, y de las críticas de organizaciones nacionales no
gubernamentales: recuérdese la película “De Panzazo”.
La
reforma afecta directamente una serie de prácticas viciadas en los diferentes
momentos de una carrera docente y propone un organismo superior a las actuales
comisiones mixtas SEP-SNTE, el INEE, para regular la definición de criterios,
mecanismos y procedimientos idóneos y conformar un sistema nacional de
evaluación educativa. Argumenta la recuperación de la rectoría del Estado en la
educación nacional.
Sin pasar
todavía de la decisión a la muy delicada implementación, la reforma se
encuentra en estos momentos entre los dos extremos contrarios máximos posibles:
por un lado, contó ya con la aprobación del Congreso Federal y de por lo menos
23 Estados de la Unión, como lo establecen los procedimientos de cambio
constitucional; por el otro, se enfrenta al “rechazo total” que han expresado
grupos de maestros de Oaxaca, Michoacán y Guerrero.
Estos
últimos, en particular, han hecho visible a nivel nacional de manera violenta y
muy cuestionable, el cierre de escuelas, bloqueos de carreteras y de centros
comerciales, marchas y plantones en la capital estatal y, más recientemente
secuestro de congresistas locales con la exigencia –democracia de garrote- de
que se apruebe su propuesta de Ley de Educación para el Estado que se opone a
la reforma constitucional; comportamientos sociales que, por su naturaleza,
ameritan otro tipo de análisis, más allá del propio de las políticas
educativas.
Una
historia particular
La
evaluación de los maestros tiene en realidad una historia particular a lo largo
del siglo XX, en medio de siempre renovados esfuerzos por incrementar la
escolaridad de la población mexicana y por ampliar la obligatoriedad de la
misma: de la secundaria (1993), del preescolar ( 2002), de la media superior (
2011) al grado que tenemos actualmente uno de los sistema escolares más grandes
del mundo con, 32.5 millones de estudiantes, además de los que participan en
sistemas abiertos y podemos asegurar que más del 90% de los niños y
adolescentes del país son atendidos en el nivel básico del sistema escolar.
Desde hace
un par décadas, las políticas y los programas –las reformas que se proponen en
cada sexenio- se centraron en mejorar la calidad de la misma, sin olvidar en el
discurso a la equidad socioeconómica y cultural: la descentralización del
sistema escolar, la apertura a la participación social, reformas curriculares
continuas, programas focalizados para poblaciones especiales, introducción
privilegiada de tecnología de la información y la comunicación, y que como
maldición de Sísifo, nunca parecen alcanzar los objetivos deseados. En todo
momento, el asunto de la formación inicial y continua de los maestros ha
ocupado un lugar preponderante.
Como eje
y detonador del cambio esperado para mejorar la calidad, la evaluación de los
maestros se ha ido estableciendo sostenida y progresivamente en México desde la
firma del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, en
1993, que acordó la creación de la carrera magisterial, sistema de promoción
horizontal para los maestros de grupo basada en la evaluación de su formación y
desempeño.
En 2007,
el Acuerdo para la Calidad de la Educación, estableció el concurso de oposición
para acceder las plazas de nueva creación y plazas vacantes, que se ha venido
realizando año con año desde el 2008 y que se basa en un Examen Nacional de
Conocimientos, Habilidades y Competencias Docentes. En 2011 se estableció la
evaluación universal de maestros, voluntaria en una primera aplicación, siempre
con el argumento de aprovechar la información para la mejor formación de los maestros.
¿Aplicación
de pruebas?
Todas
estas experiencias previas de evaluación, unidas a la aplicación regular de las
pruebas de ingreso a la educación media superior y a la superior (EXANI-I y II)
que aplica el CENEVAL desde finales de la década de los ochenta, de las pruebas
internacionales que ha elaborado la OCDE (PISA) desde 2001, y de la prueba
ENLACE (2008) para medir el desempeño de los alumno, apoyan una noción
generalizada de evaluación entre maestros y público en general que se reduce a
la aplicación de pruebas.
Se trata,
además, de pruebas estandarizadas, constituidas por una serie de reactivos de
opción múltiple, que deben ser contestadas en una hoja personalizada de
respuesta para medición electrónica, en un tiempo máximo estrictamente controlado,
que se aplican en una única ocasión, de manera simultánea en todo el país y
cuyos resultados son considerados la “evidencia” irrefutable, “científica y
objetiva”, comparable a nivel nacional e internacional del mal desempeño de
estudiantes y profesores.
Son
pruebas denominadas de “alto impacto”, puesto que no hay apelación a sus
resultados y de ellos dependen futuros tan importantes como podría ser, en este
caso, la permanencia de los maestros en sus puestos de trabajo.
Sin
embargo, las escasas evaluaciones de las evaluaciones y una parte importante de
la investigación educativa nacional e internacional ponen en entredicho la
validez de ese tipo de pruebas –indicadores importantes de situaciones por
estudiar pero apenas uno y el más superficial de los mecanismo clave de
cualquier evaluación; es uno de los temas de investigación y política
educativas más debatidos en todos los países.
Conocer
bien a los maestros, en términos cuantitativos y cualitativos, y procurar que
sean cada vez mejores profesionales son medidas importantes y necesaria, como
parte de otras medidas que requiere una educación de calidad en nuestro país.
Estamos, sin embargo, en el momento preciso de declarar la enorme complejidad y
dificultad que la evaluación entraña para ello: de denunciar la existencia de
buenos y malos métodos de evaluación y de los efectos perversos que pueden
detonar; de advertir sobre la existencia de sistemas cuestionables que conducen
a resultados cuestionables; de abogar por el imperativo del compromiso y la
ética de los evaluadores, y la exigencia de una formación profesional de muy
alto nivel, no solo sobre los aspectos técnicos de evaluaciones puntuales, sino
para la construcción de los consensos y las capacidades que requiere en un país
tan diverso, heterogéneo y sobre todo muy desigual como el nuestro y en la
responsabilidad social tan grande que conlleva su tarea.
Estamos
en el momento de reconocer que la calidad que queremos es infinitamente más
compleja que lo que nos aporta una evaluación de los maestros que se redujera a
la aplicación de pruebas estandarizadas como las que se describieron
anteriormente.