La educación superior brilla por su ausencia: el llamado de la
ANUIES
GERMÁN ÁLVAREZ M.
El gobierno federal ha dejado claro que su
prioridad es la educación básica y, en segundo
término, la educación media superior. Aunque es motivo de amplia
polémica, parece razonable concentrar la mayor parte de la energía política (ya
veremos si también financiera) en la base del sistema, si es que queremos que
dentro de algunos años los jóvenes estudiantes tengan mejores niveles
formativos que los que hoy muestran los egresados de bachillerato. Lo que no es
adecuado, sin embargo, es dejar a la educación superior sin política.
A más de 100 días de haberse iniciado, el
gobierno federal no da atisbos de lo que serán sus líneas rectoras en este
nivel. Cierta indolencia se deja ver al haber nombrado en la subsecretaria
respectiva a un académico respetable, con cierta trayectoria en los meandros de
las burocracias universitarias, pero que parece desconocer a un sistema y a sus
actores, que presentan altos niveles de complejidad y heterogeneidad. El
subsecretario bien podría hacer un esfuerzo sistemático por acercarse a los
rectores de las instituciones, conocer sus puntos de vista no sólo sobre las
realidades locales sino también sobre el futuro de la educación superior y
armar con ellos una visión de lo que se requiere en el futuro cercano. Es
verdad que nadie en el gobierno federal querría que el subsecretario de
educación superior hiciese sombra a las estelares reformas que se han anunciado
en educación básica; tampoco nadie querría que se abrieran frentes que opacaran
el esfuerzo principal, pero de eso a que no haya definiciones y políticas
claras en educación superior hay un largo trecho. Si algo no ocurre en este
nivel, se corre el serio riesgo de tener un sexenio más de un continuismo a
todas luces insuficiente.
Ya se han producido importantes propuestas
para dar un giro a las políticas en educación superior, tanto las concentradas
obsesivamente en la evaluación de instituciones, programas e individuos para
canalizar recursos fiscales no ordinarios, como las destinadas a la
diversificación de opciones institucionales. Hace un par de años, la entonces
rectora de la Universidad Pedagógica Nacional, Sylvia Ortega, hizo una
importante declaración sobre la necesidad de cambiar los paradigmas: de
políticas centradas en la evaluación a políticas centradas en nociones de
desarrollo y equidad. En un sentido análogo, la ANUIES hace meses dio a conocer
una propuesta para abrir una nueva generación de políticas, basada en la
inclusión con responsabilidad social. También el rector de la UNAM ha
mencionado en varias ocasiones la necesidad de desplegar políticas con un
sentido de equidad en función de las necesidades sociales y económicas de la
sociedad en general. Desde la investigación académica se han producido muchas
evidencias sobre los nocivos efectos que los sistemas de evaluación y estímulos
han producido en las instituciones y en las prácticas de los profesores, y muchas
voces se han escuchado sobre la necesidad de cambiar los esquemas de la
política pública.
Parece existir, por tanto, un amplio
consenso: la política de premios y castigos sustentada en una evaluación mal
concebida que se basa en indicadores de dudosa eficacia para medir la calidad,
está agotada. Nada más de lo que ya ha dado, incluidas algunas (pocas)
virtudes, podrá dar. Por ejemplo ¿quien puede creer que la acreditación de
programas de licenciatura hace de la formación universitaria un proceso con resultados
de calidad?, ¿quién puede sostener que las políticas de incentivos “por
méritos” hace mejores maestros a los profesores universitarios o que sus
alumnos aprenden más y mejor?, ¿es verdad que entre más doctores tengamos
enseñando en las universidades mejores alumnos tendremos en ellas? Obviamente
nada de eso ocurre. Tenemos cada vez más programas acreditados y una proporción
mayor de alumnos en tales programas, más doctores dando clases y más profesores
con sobre sueldos por méritos y, sin embargo, la educación superior,
especialmente en licenciatura, pero también en el posgrado, goza de un
lamentable bajo nivel.
Ante la ausencia de definiciones políticas en
educación superior, la ANUIES podría jugar un papel más activo, difundiendo con
vigor su propuesta de una nueva generación de políticas, pero ha optado por
conservar un perfil bajo. Es indudable que esta asociación hace ya tiempo dejó
de ser un “irrelevante club de rectores”, como alguna vez lo dijo Olac Fuentes
Molinar, o una simple “correa de transmisión” entre las órdenes del gobierno
federal y los representantes de cada institución afiliada. Hoy es diferente.
Pero si no asume que tiene un lugar en el liderazgo de la educación superior,
especialmente en estos momentos en que hay carencia de ideas y líneas claras de
acción en el gobierno federal, corre el riesgo de jugar un papel anodino,
simple rutina administrativa con escasa o nula influencia el futuro estratégico
de la educación superior.
Es deseable, por tanto, que el próximo
secretario general, que será electo en breve, asuma un papel pujante, que
coloque la educación superior en la agenda educativa federal con la importancia
que merece y que sepa conjuntar la fuerza de las instituciones y de sus
rectores hacia objetivos de cambio que hoy por hoy son imprescindibles.
Bienvenido será un nuevo líder de la ANUIES que imprima dinamismo a la
asociación, que conozca a fondo el sistema, que tenga amplia capacidad de
negociación y, al mismo tiempo, de generación de ideas, y que dé rumbo al
conjunto de este nivel educativo. Si la ANUIES elige a un nuevo secretario
general que, además, conecte las necesidades de desarrollo de la educación
superior con las necesidades de desarrollo económico y social de toda la
población, especialmente la de menores recursos, habrá hecho una contribución
invaluable a la educación en el país.