Contrarreforma
constitucional y privatización de la enseñanza
Luis Hernández
Navarro
La reforma educativa
privatiza la enseñanza, aseguran los maestros democráticos
que la rechazan. No es cierto, aseguran los políticos,
empresarios y periodistas que la impulsaron, aprobaron y defienden. ¿Quién
tiene la razón?
Privatizar significa
transferir una empresa, un bien o una actividad del sector público
al sector privado. Privatizar implica ceder a particulares, por la vía
de la venta, la transferencia, la subrogación
o la asociación, áreas,
responsabilidades y activos públicos.
Eso es lo que hace
en el sector educativo la reforma constitucional recientemente aprobada. Y no
porque venda a empresarios escuelas o mobiliarios. Como sucede en casi todo el
mundo, la privatización de la enseñanza
en México es un proceso que tiene muchas caras. Y la venta de
bienes es sólo uno de esos rostros.
La reforma educativa
privatiza la enseñanza porque abre las puertas para que
se delegue en los padres de familia la responsabilidad del sostenimiento de las
escuelas. Lo hace facilitando la penetración de la mano invisible del mercado a
través de la promoción, dentro del espacio público,
de la lógica, normas y concepción
del mundo empresarial. Y lo favorece, también,
al allanar el camino para la subrogación de servicios y el subsidio al sector
privado.
Punto clave en la
privatización es el otorgamiento de la autonomía
de gestión de las escuelas. Según
los promotores de la nueva norma, ésta propiciará
que los recursos públicos lleguen a los centros escolares
y sean eficazmente utilizados, garantizando la gratuidad de la educación
pública. No es así: la legislación
deja paso franco para que, en nombre de esa autonomía,
y con el pretexto de involucrar a los padres de familia en la gestión
y el mantenimiento de las escuelas, se legalicen de facto las cuotas como si fueran
colegiaturas, se permita la entrada a los centros escolares de empresas que
proveen recursos y se convierta en letra muerta el precepto constitucional que
garantiza la gratuidad de la educación pública.
Lo que se facilita, en realidad, es que se cuelen a las aulas gestores privados
que puedan comerciar con las necesidades escolares.
La autonomía
de gestión escolar profundiza las desigualdades
socioeconómicas y rezagos ya existentes en los
centros escolares. Pone a cada escuela a rascarse con sus propias uñas.
Oficializa y legitima la existencia de planteles educativos de primera, segunda
y tercera categoría. Crea las condiciones para que
programas compensatorios tales como becas, desayunos, desaparezcan, delegando
su responsabilidad en entes privados, sean filantrópicos
o asistenciales.
Según
sus promotores, la reforma busca que, en el marco de esta autonomía,
sea la escuela la que administre los rubros de infraestructura y compra de
materiales educativos, resuelva problemas de operación
básicas y propicie condiciones de participación.
Sin embargo, como señala el profesor Luis Hernández
Montalvo, el Reglamento Interior de Trabajo de las Escuelas Primarias de la República
Mexicana, establecido en 4 de octubre de 1966, ya permite esto.
Con la reforma se
crean las condiciones para avanzar en la introducción
del modelo de escuelas chárter, financiadas con dinero público,
pero administradas como instituciones privadas, que en Estados Unidos han
resultado un fracaso.
Una cara más
de la privatización es la creciente influencia de la lógica
del libre mercado asociada con la rendición de cuentas basada en la realización
de exámenes estandarizados, como principio
fundamental de la gestión educativa. En su libro La muerte y la
vida del gran sistema escolar estadunidense: cómo
los exámenes y la elección
están destruyendo la educación,
Diane Ravitch lo explica: “Yo lo llamo el movimiento por la
reforma empresarial –dice–,
no porque todos quienes lo apoyan están interesados en obtener ganancias,
sino porque sus ideas provienen de conceptos empresariales como competencia y
objetivos, recompensas y castigos, y réditos sobre las inversiones. En
contraste, los educadores hablan de currículum e instrucción,
desarrollo infantil, pedagogía, condiciones de aprendizaje (como la
cantidad de alumnos en cada salón), recursos, condiciones de vida de
los estudiantes que afectan su salud y motivación,
y relaciones con las familias y las comunidades”.
Uno de los rostros
de la privatización es la subrogación
y contratación de los servicios educativos, similar
a la que el IMSS prohijó a través
de lo que Gustavo Leal bautizó como guarderías
patito. Mediante este mecanismo de asociación
público-privada, se transfiere a agentes privados la realización
de obras, estudios, evaluaciones, que son responsabilidad de los gobiernos
federal o estatales. Los negocios hechos (y por hacerse) a su amparo son, como
demuestran Enciclomedia y el Programa de Habilidades Digitales,
multimillonarios.
Con frecuencia, esta
subrogación de servicios se justifica con el
pretexto de la vigilancia ciudadana en las tareas educativas. Los
investigadores de la UPN Marcelino Guerra y Lucía
Fierro documentaron el involucramiento y participación
en asuntos de la enseñanza pública
a escala nacional de entidades civiles como Transparencia Mexicana, Fundación
IDEA, Fundación Empresarios por la Educación
Básica, Fundación Televisa y Servicios Integrales de
Evaluación y Medición
Educativa SC.
Finalmente, otro de
los semblantes de la privatización (quedan pendientes de explicar
varios) es la tendencia creciente del gobierno federal a subsidiar al sector
privado. Por ejemplo, el decreto presidencial de Felipe Calderón
para deducir impuestos hasta ciertos montos en las cuotas para educación
privada es una forma de transferir recursos a las escuelas privadas. La reforma
recién aprobada no dice una sola palabra de este asunto.
Los maestros democráticos
tienen razón cuando señalan
que la contrarreforma educativa es un paso más
en la privatización de la enseñanza.
Al oponerse a ella están defendiendo la educación
pública.