La reforma
educativa: una receta para el fracaso
Carlos Ímaz
Gispert
La mal llamada
reforma educativa no tiene nada de educativa, salvo que sea por su fervor por
la ignominiosa e ignorante pedagogía del siglo XVII, que estipulaba que la
letra con sangre entra y que aprender significa memorizar enunciados o fórmulas.
Más bien, se trata de una reforma laboral disfrazada de
educativa, pero con graves consecuencias negativas para los procesos de
aprendizaje y para nuestros niños y jóvenes.
La reforma elevó
a rango constitucional la medida tomada por el presidente Fox, en complicidad
con la dirección del SNTE (con Elba Esther Gordillo a
la cabeza), de crear un instituto para la evaluación
estandarizada de los docentes de educación básica
y media superior, cuyos resultados serían la base para definir el ingreso,
promoción y permanencia en el empleo de los
maestros; medida que fue complementada con el condicionamiento del ingreso económico
de los profesores a la calificación que sus alumnos obtengan en una
prueba de las mismas características. Es decir, una prueba externa
que premia o castiga de acuerdo con sus estandarizados números
y que no es utilizada en ningún país
del mundo para definir el ingreso, promoción, permanencia y salario de los
maestros.
Más
allá de que es un despropósito elevar a rango constitucional
dicho organismo, hay que decir que en su concepción
y ejecución se ignora a quien se considera el más
importante actor del proceso educativo: los profesores. No es con ellos, sino
contra ellos. No sólo se les violenta retroactivamente su
contrato de trabajo, sino que además se les excluye de su indispensable
participación en el supuesto proceso de evaluación.
Ni siquiera en las mal llamadas evaluaciones de los docentes universitarios
(que cuando más son controles cuantitativos de
productividad) esto se hace así, pues tanto en nuestro país
como en el resto del mundo, éstas se realizan por comisiones
dictaminadoras compuestas por sus pares y con miembros de su misma comunidad
académica.
A ello, de suyo
grave, hay que agregar que, en sentido contrario a todo desarrollo pedagógico
y al más elemental sentido común,
en la llamada reforma educativa: 1) se ignoran las serias limitaciones y sesgos
culturales que las pruebas estandarizadas contienen; 2) se sustituye la
necesidad de evaluar (ejercicio fundamentalmente cualitativo de los procesos,
sus actores y sus condiciones) con la posibilidad de medir (cualquier peón
de obra sabe que no es lo mismo medir una trabe que evaluar sus condiciones),
haciendo de la evaluación un sinónimo
de aquello que creen poder medir; 3) se induce a la memorización
acrítica por encima de la comprensión
reflexiva, al reducir la evaluación al resultado de un examen
estandarizado, y 4) se asume una inexistente homogeneidad de los actores del
proceso educativo (como si los alumnos, sus familias y los maestros fueran
iguales en todo el país), cuando son innegables las abismales
exclusiones económicas y sociales y la enorme diversidad
cultural existente.
En sentido
contrario, Finlandia eliminó la competencia entre estudiantes y
entre escuelas, y la insustancial entelequia de la excelencia académica;
prescindió de la aplicación
de pruebas estandarizadas como método de evaluación
para sus docentes y sus estudiantes y colocó
en el centro gravitacional del proceso de enseñanza
el bienestar de sus niños y jóvenes,
impulsando su curiosidad, su creatividad y reflexividad. Resulta que, recientemente,
Finlandia aceptó que se aplicara la prueba
estandarizada aplicada a escala mundial por la OCDE (PISA) y, oh sorpresa de
los tecnócratas: ¡obtuvo
las más altas calificaciones!
Contra lo que se
pretende con la reforma, en México no se requieren maestros iguales,
sino tan diferentes como las condiciones en que trabajan y con quienes trabajan
les demandan. Cualquier pedagogo del mundo reconoce que el entorno social tiene
una importancia decisiva en lo que ocurre en el aula, por lo que la homogenización
imaginada por los tecnócratas, además
de ser una mentira, significa la pretensión de tratar a los desiguales como si
fueran iguales, profundizando aún más
la desigualdad existente. Sin embargo, ese será
el resultado al asumir que se requiere el mismo tipo de maestro para trabajar
en una comunidad rural (más aún
si en ella se habla una lengua distinta al español)
que en un barrio marginal o que en una colonia de clase media urbana y que se
les puede evaluar igual a unos que a otros, o peor aún,
aplicar un examen estandarizado a sus alumnos para calificarlos y para definir
el salario y la permanencia de los docentes.
No hay en el mundo
reforma educativa que prospere sin el consenso y compromiso de los maestros, y
no es casual ni inventada la oposición y el descontento que, muy
mayoritariamente, se ha generado entre ellos, pues se enfrentan a una receta
que generará anemia pedagógica
y aumentará la exclusión,
la discriminación y la frustración
de nuestros niños y jóvenes.
Hay que escucharlos; los maestros saben de lo que hablan.